Tenés pajaritos en la cabeza, le decían. Algunas veces los pájaros bajaban hasta su pecho y aunque no eran visibles, le dejaban una suavidad de plumas en el alma.
Cristina Villanueva
Tenés pajaritos en la cabeza, le decían. Algunas veces los pájaros bajaban hasta su pecho y aunque no eran visibles, le dejaban una suavidad de plumas en el alma.
¿Con quién andará Monterroso en el más allá? -pregunta Paqui. Will le contesta que seguro que se encuentra en el Pafos, recorriendo las mesas de Horacio, Quevedo y Gracián; aquella otra que comparten Melville, Chéjov, Faulkner y Thomas Mann; o la de Julio Torri, Lugones, Salarrué y Arreola, bebiendo en la cantina de Afrodita, vaya usted a saber qué… Mientras charlan todos animadamente, Rulfo y Calvino asienten en la barra, en silencio, y Tito esboza una leve sonrisa andando de aquí para allá, en tan grata compañía, ahora que -por fin- los fastidiosos periodistas han dejado de preguntarle por qué no escribe una novela. Quizá porque no saben que Lo demás es silencio.
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. Manda siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve obligado a subir tan alto antes de caer, para que le dé tiempo a absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con el paisaje.
Y agradecido yo, me descuelgo y salgo.
Diciembre. La nieve cubre las calles con lentitud minuciosa. Es casi de noche. Ya comienzan a encenderse alternativamente las ventanas. Tras una de ellas, el ínclito magistrado Goldberg lee la Constitución junto a la chimenea. A sus pies, calzados con dos ridículas pantuflas, dormita un dóberman. De súbito el can se incorpora y rompe a ladrar con insólita furia hacia la pared, sacando abruptamente al magistrado de su docto embeleso. Pero en la pared no hay nada, salvo inofensivas pinturas neoclásicas. El perro, no obstante, sigue ladrando con creciente intensidad, ahora hacia el techo. Por prevención, el magistrado –que es un hombre cobarde– saca del armario su arcabuz y empieza a cargarlo tembloroso. Pobre diablo. Ignora que nada podrá hacer contra mí, su enemigo intangible, pues soy el narrador de esta historia. Es hora de que pague por su ancestral negligencia como juez. Empezaré apagándole repentinamente el fuego de la chimenea.
Para mi padre, que me enseñó las letras que conforman el nombre de mi hijo.
De todos mis trabajos, el más arduo es llevar a mi hijo al colegio. No solo por lo mucho que le cuesta levantarse, o por la parsimonia con que desayuna, en un ritual sin prisa, guiado por Bob esponja o los Pitufos, o por lo enormemente difícil que resulta quitarle el pijama y vestirle, peinarle, atarle los cordones de los zapatos y conseguir que entienda que debe dejar de jugar. Lo más cansado, lo que me deja agotado y sin fuerzas es apretarle la mano, pequeña y calentita, que me tiende en cuanto salimos a la calle. Cabe en la mía, se ajusta como una pieza de Lego, y yo consumo casi todas las energías de la jornada en abarcarla, en abrazarla por entero tratando de contener, un poco cada día, la fuerza imparable que le hace crecer, la fuerza que se me resiste cada mañana y que acabará por arrebatármelo entre bandadas de adolescentes, que caminan sin padre al colegio, libres por fin del beso en la puerta, dejando atrás un rastro de semihéroes vencidos, con talones acribillados de flechas y túnicas ensangrentadas.
Paraiso posible. Ed. De la Luna libros. Abril 2012
http://editorial-delalunalibros.com/paraiso-posible-pilar-galan-miguel-angel-mu%C3%B1oz
http://www.santiagoapostol.net/revista04/galan.html
Foto de Rufino Vivas (El Periódico Extremadura)
En las persecuciones y los ataques la parálisis es frecuente. Se recomienda en esos casos friegas con agua de Busilis en las piernas y en los brazos y sobre todo, de ser posible, gritar y despertarse.
Mientras dormía notó un pinchazo en el costado, un dolor agudo que le desgarraba el vientre. Se incorporó: la sangre brotaba sin freno manchando la cama. El verdugo le había abierto un agujero en el abdomen y, atareado, hurgaba en su interior. Haciendo palanca con el cuchillo, le arrancó una víscera sanguinolenta. No, no se trataba de ninguna víscera; lo descubrió con los ojos empañados por el dolor: ¡era una costilla! Presionando sobre la herida a fin de cortar la sangría, le preguntó al desconocido: “¿Y qué piensas hacer con esta costilla?”. El otro, que ya sostenía aguja e hilo, le respondió con desgana: “El de arriba anda tramando algo. ¡Ya te darás cuenta!”.
Mientras el señor de la mesa cuatro elige su menú, ignora que en la cocina Everardo acaba de matar a Roco, el gerente en turno, sospechoso de ser el objeto de los excesos clandestinos de Lupita, la camarera. Por las noches, su mujer.El cliente de la tal mesa se decide por una ensalada y un lomo al punto, tras un breve intercambio de sugerencias con la mujer que le acompaña:
-¡Pero, María! ¿Cómo es que piensas pedir pescado? Date cuenta que estamos en la parrilla de las mejores carnes de la ciudad. No sé cómo o qué les echarán, pero ya me gustaría a mí saber su secreto, porque mejores no he comido…
Él ignora que Lupita, la recién ascendida al cargo de «gerente emergente en funciones», está ordenando, en ese momento, que metan a Roco a la cámara frigorífica. Que limpien la sangre del suelo y que atiendan la última comanda. La de la mesa cuatro.
Everardo, el pinche convertido en inesperado cocinero en jefe, apenas y se atreve a mostrar a su nueva jefa la hoja de existencias. Con la cabeza gacha, extiende una temblorosa mano que sostiene el papel en el que, precisamente, se indica que lomo de buey es lo que no hay. Lupita, impasible, deja caer su mano sobre la tabla de picar, justo sobre el arma del delito.
¡Supremo!, declara el cliente, satisfecho al ver su kilo de carne en el centro de la mesa. Al tiempo que se deleita con una buena tajada, insiste a su compañera de mesa:
– ¿Lo ves, hermosa?… Mira si la carne es fresca en este lugar… Fíjate en las manchas de sangre que lleva la chica en el delantal… ¡Hasta parece que acaban de matar al buey!…
Ingresó al país de las maravillas sin percatarse de que portaba microbios y virus extraños a los organismos vivos de ese lugar, para los cuales estos no poseían defensas.
Los primeros en sucumbir fueron los conejos y las flores. Luego, la pandemia se propagó al resto de los habitantes, hasta no dejar criatura con vida.
Atormentada por la devastación, Alicia escapó corriendo a su mundo.
Lo que no sabía era que acarreaba nuevos microbios y virus, extraños a los seres vivos del planeta.
Los primeros en sucumbir fueron los conejos y las flores.