Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. «Te noto mala cara», le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina
Categoría: Cuentos
1.187 – Objetos. I, El retrovisor
A pesar de su tamaño, es el más cruel de los espejos. O el más sincero, según se mire. Su principal utilidad no es reflejar el rostro de quien lo contempla, sino mostrarle insistentemente, al tiempo que cree que avanza, lo que ha dejado atrás.
José María Cumbreño
Relatos relámpago, Editora regional de Extremadura. Mérida, 2007
1.186 – El prisionero
Cuando a Luis Augusto Bianqui le metieron de un empujón en una celda tardó varios días en advertir que podía disolverse en el aire, escapar como una exhalación por el tragaluz, reasumir al otro lado su forma corporal, andar por las calles y vivir la vida de siempre. Había un solo inconveniente: cada vez que un guardián se acercaba a la celda para inspeccionarla, Bianqui, estuviera donde estuviese, tenía que dejarlo todo y, en un relámpago, regresar y rehacer su figura de prisionero. ¡Cosas de la conciencia! Si los carceleros se distraían, la libertad de Bianqui se actualizaba. Estudió el horario de la ronda de guardias a fin de pasear por la ciudad solamente entre horas más o menos seguras, sin miedo de ser interrumpido. Trasnochaba. Pero, aun así, en la cárcel solían disponerse vigilancias inesperadas. Más de una vez había sentido el tirón desde la celda y tuvo que desvanecerse en los brazos de una mujer.
Demasiado incómodo. Poco a poco fue renunciando a su poder de evaporarse y al cabo de un tiempo no se fugó más.
Enrique Anderson Imbert
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico. Edición de David Lagmanovich. Ed MenosCuarto – 2005
1.185 – Cabezota
A mi mujer no le gusta que le fastidie sus estrategias. ¡Dios me libre! Con esta crisis, hace seis meses se empeñó en quedarse embarazada. Cabezota que es. Durante quince noches me puso a la tarea. Ahora estoy en el paro, y en su empresa andan con expedientes de regulación de empleo. Pero ella es como si viviera en otro mundo. Ayer le pregunté:
—¿Qué te ha dicho el ginecólogo?
—Que todo va normal.
—¿Y tu jefe?
«Tranquila, ¿cómo voy a despedir a la madre de mi hijo?».
No seré yo quien le fastidie su estrategia. Ella sabrá lo que hace
Víctor José Menargues Ramon
Relatos en cadena. Cadena SER
Ganador del 24/03/2011
1.184 – Pequeño detalle
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El cadáver se halla sobre el lecho mortuorio. La viuda, hacendosa hasta en el dolor, no descuida el más leve detalle. El aposento está limpio y ordenado, pero con un plumero prosigue su concienzuda búsqueda de polvo por todos los rincones, mientras musita unas oraciones. Otra señora, de luto riguroso, acurrucada en un rincón, observa sus afanes y musita asimismo unas oraciones. El féretro, colocado a los pies del difunto, aguarda… Se oye un timbrazo. Las dos mujeres interrumpen sus oraciones y se miran interrogativamente: «¿Serán ellos?». La viuda no responde y se dirige a la puerta, alisándose el cabello. Sí, son «ellos». El momento es trágico, y la viuda comienza a llorar desconsoladamente, mientras indica con la mano dónde se encuentra su marido. El caballero, acompañado de una enfermera, se introduce en la cámara mortuoria.
La viuda, abrazada a su amiga, aguarda fuera.
«Era tan bueno, tan bueno…, pero no debería haber hecho esto», musita. [/one_half][one_half_last]Pasa el tiempo y, por fin, el caballero y la enfermera aparecen. «iSeñora, la conducta de su marido es un ejemplo!La Humanidad necesita de hombres como él, porque la Humanidad necesita ojos. ¡Gracias, en nombre de los que no ven! Uno de ellos, gracias a su marido, verá…». La viuda arrecia en sus sollozos. El caballero besa su mano y se dirige hacia la puerta, acompañado siempre de la enfermera. De nuevo a solas, las dos mujeres se dirigen a la cámara mortuoria, como si quisieran cerciorarse de que el muerto está allí… Sí, efectivamente, está allí, pero ahora tiene una venda sobre los ojos; mejor dicho, sobre las cuencas vacías… Los sollozos de la viuda se elevan de tono. La amiga la abraza… «¡Es un santo! ¡Es un santo!», musita. De nuevo, el timbre de la puerta de la calle. Es el caballero: «Perdón, señora. Su marido usaba gafas, ¿verdad?». La viuda asiente con la cabeza, con lágrimas en los ojos. «Si no le importa…, sería conveniente que me las entregara, porque el «otro» las necesitará, naturalmente…»[/one_half_last]
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
1.183 – Traducciones
Siempre le pasaba lo mismo. Cuando alguien traducía uno de sus poemas a una lengua extranjera (al menos, de las que él conocía), sus propios versos le sonaban mejor que en el original. Por eso no le sorprendió que la versión francesa de su poema «El tiempo y la campana» le pareciera estupenda, grácil, sustanciosa.
Dos años más tarde, un traductor italiano, que no sabía español, tradujo aquella versión francesa, y aunque él nunca había sido partidario de las versiones indirectas (no olvidaba, sin embargo, que muchos años atrás había conocido a través de ellas a Tolstoy, Dostoievsky y también a Confucio), disfrutó grandemente de su poema «in italico modo».
Transcurrieron otros tres años y un traductor inglés, que, como la mayoría de los traductores ingleses, no sabía español, se basó en la versión italiana, basada a su vez en la versión francesa. Pese a tan lejano origen, fue la que mayor placer le produjo al primigenio autor hispanoparlante. Sólo le asombró un poco (en realidad, lo atribuyó a una errata de tantas) que esta nueva versión indirecta se titulara «Burnt Norton» y que el nombre del presunto autor fuera un tal T. S. Eliot. Sin embargo, le gustó tanto que decidió encargarse personalmente de traducirla al español.
Mario Benedetti
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico. Edición de David LAgmanovich. Ed MenosCuarto – 2005
1.182 – Vida amorosa de una palabra
Y entonces la palabra soñó con convertirse en ser humano y se coló en un diccionario para conocer a algún sinónimo con el que pasar el resto de su vida, pero aburrida, tras varias ediciones de convivencia, probó con un antónimo, aunque, como era de esperar, su relación terminó por ser demasiado extrema, por no decir antagónica. Sólo entonces, la palabra, ya escarmentada, se decantó por un homónimo en busca de comprensión, pero volvió a caer en la rutina de los iguales, por lo que, con su trazo ya surcado de arrugas, aunque siempre obstinada en su voluntad, se buscó un parónimo* con quien reñir sus últimos días de vida, hasta que -es lo que tiene la evolución- fue extinguida del diccionario por quedar obsoleta. Toda su herencia, fruto de varios siglos de existencia, pasó irreversiblemente a su última pareja.
Daniel Sánchez Bonet
http://microrrelatoapeso.wordpress.com/2011/04/17/vida-amorosa-de-una-palabra/
*(Según la Rae, se dice de cada uno de dos o más vocablos que tienen entre sí relación o semejanza, por su etimología o solamente por su forma o sonido)
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1.181 – Tan exaltadamente…
Tan exaltadamente la amó, tan en lo ritual y perfecto que, mas que crimen, quiso para ella un holocausto.
Rafael Pérez Estrada
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1.180 – Se conocieron..
Se conocieron en la feria del libro. Él le dedicó un poema. Ella se tragó el cuento, y juntos vivieron un amor de novela.
Mónica Pano
http://www.el-libro.org.ar/internacional/culturales/jornada-de-microficcion/concurso-de-microficcion-en-twitter.html
1.179 – A primera hora de la mañana
No sé ni cuánto tiempo hicimos el amor, ni cuándo nos quedamos dormidos, pero nos despertamos a la mañana siguiente muy abrazados y al instante me di cuenta de que la tormenta había cesado. Tras varios días de lluvia, la mañana olía ahora a fresco y por las rendijas de la persiana medio bajada, se filtraba un sol que se antojaba amable y generoso.
Desayunamos con calma, deleitándonos con el café que ella hizo aún con mi pijama puesto. Yo preparé unas tostadas. Apenas hablamos durante el desayuno. No hizo falta. Nos miramos, eso sí, y sonreímos un par de veces mientras ella hojeaba el diario del día anterior y yo entornaba los ojos tratando de rememorar la dicha de la noche pasada.
Nos vestimos con premura, dada la hora Ella me acompañó hasta la puerta, me acarició suavemente los cabellos, arreglándome el peinado con sus dedos, y me despidió con un beso empapado en lágrimas de felicidad, deseándome al mismo tiempo que tuviera un buen día.
Camino del coche, aparcado un par de calles más abajo de su casa, anduve con paso firme, feliz y seguro. Decidido, de una vez por todas, a decirle por fin a mi mujer que todo se había acabado, que había conocido a otra de la que estaba perdidamente enamorado. A confesarle que todas estas noches que últimamente no he dormido en casa, no me he quedado de guardia en el hospital, sino que las he pasado gozando de un cuerpo más joven que el suyo y alimentándome de unas ganas y una vitalidad de las que ella carece desde que tuvimos a Marcos. Incluso he sonreído, reafirmando así mi compromiso.
Pero el coche ha tardado en arrancar al menos cuatro o cinco intentos y la hora se me ha echado encima. Me he agobiado pensando que si no llegaba antes de que ella marchara al trabajo iba a tener que dejar al crío con la vecina. Y ha sido entonces cuando mi ánimo ha decaído por completo.