Le he dicho que me muerda. Joder. Qué parte de la frase no ha entendido, doctor.
Hacía calor en aquella habitación de ventanas cerradas, cortinas tupidas y mobiliario indispensable. Una cama de dos cuerpos, un par de mesillas compradas en Ikea, algún que otro libro, armarios lacados en blanco y fotografías de una familia sonriente.
El joven de bata blanca no quiso entrar en batallas estériles. A esas horas de la noche, el servicio de urgencias de un hospital tiene la capacidad de destrozarte los nervios, a poco que intentes comprender las manías de la gente. Así que hizo como si no oyese al paciente y siguió a lo suyo.
No me ha oído, le insistió aquel, nervioso. Que me muerda. Joder.
El joven médico, con un gesto que aparentaba resignación, acercó su boca al cuerpo de aquel hombre. Lentamente se acercó a su yugular y, con simulado recato, mordió lujuriosamente el cuello de Oriol, tratando, eso sí, de no dejarle marca alguna.
Ambos sonrieron medio avergonzados. Hubo después un gemido intenso, babas y lametones, toqueteos acelerados y un final un tanto violento.
Me lo he pasado fenomenal, Marcos, le dijo al joven mientras este se acababa de vestir y buscaba en la mesilla de noche el billete de costumbre. Cuándo quieres que vuelva, preguntó ahora el joven. El viernes mi mujer vuelve a irse con los críos al pueblo. Te parece bien a eso de las diez, después de cenar, dijo Oriol desmadejado aún en la cama. Y se besaron en los labios.
Antes de que Marcos saliese de la habitación, Oriol, tendido desnudo y satisfecho, le dijo bromeando que para el viernes se acordara de venir con el disfraz de bombero.
Categoría: Raúl Ariza
2.826 – Naturaleza muerta
Eva es delgada y alta, con un aspecto que escora hacia la armonía, y tiene esa belleza limpia y fresca de joven que debiera ser feliz.
En ella todo es como de miel. Dorado y meloso. Su carácter y también su cabello, rubio, liso y recogido en lo alto con una diadema de color blanco. Su peinado, despejado sobre la frente, descubre unos ojos claros, una mirada inquieta y un moratón sobre el pómulo izquierdo.
Su figura, en medio de esta estancia que con la creciente claridad tiene un algo de ábside gótico, parte y dispersa el haz de luz primeriza que entra por el amplio ventanal del estudio en el que, hasta anoche mismo, confiaba en la remota posibilidad de ser feliz junto a Jaime.
A Eva nada le calma más que la pintura cuando se siente mal. Así que, de pie frente al caballete, observa concentrada el lienzo que a modo de terapia comenzó a pintar de madrugada, tras el último manotazo que le dará este Jaime de ahora, tosco, amargado y siempre incómodo con la espontánea felicidad de ella. De momento apenas se vislumbra un bosquejo al carboncillo de lo que apunta será el retrato de su pareja, que se mantiene queda y muda sentada en el sillón, con los brazos relajados y la cabeza ligeramente ladeada, como en posición casual. Tiempo habrá para los matices y los colores, para el detalle de la herida en la cabeza, para conseguir ese blanco roto que capte su pálido semblante, o para acertar con el rojo terroso que mejor represente el color de esa sangre ya reseca.
Raúl Ariza
La suave piel de la anaconda. Ed Talentura. 2012
2.340 – Cuerpos
Le ha encontrado una peca, inadvertida hasta ahora. La tiene en el hombro derecho, justo donde empieza su brazo. Son descubrimientos que le emocionan, teniendo en cuenta el poco tiempo que hace que se conocen, y en los que ve pruebas inequívocas y señales evidentes de la complicidad que les une.
Follaron anoche y lo han vuelto a hacer esta mañana. Hace tan solo un rato. Primero ha sido ella quien ha abierto los ojos y se le ha quedado mirando algo ambigua, apoyada en su codo. Al despertar y cruzarse con su mirada, él ha interpretado esa atención que ella le dispensaba como una evidencia más de entrega y admiración, con lo que le ha sonreído agradecido, le ha dado los buenos días y le ha hecho notar ufano la erección instantánea que estaba teniendo. Mientras follaban de nuevo, él no ha parado de amarle el oído con palabras absolutas. Ella, por el contrario, solo ha gemido y no ha pronunciado ni tan siquiera un tequiero involuntario.
Ahora ella dispersa el humo de un cigarro con la vista perdida en el techo blanco de la habitación. A él no le gusta que fume en la cama pero sería incapaz de decírselo. Así que la mira desde un silencio empalagoso, sin pretender molestarla, babeante de dicha por saber que a cada voluta ella goza del recuerdo inmediato de la pasión con la que él la trata.
Y es mientras la miraba cuando ha descubierto la peca en su hombro. En un gesto de rendición más, ha acercado sus labios a la peca, la ha besado y, en comunión con su piel, ha pronunciado un teamo silencioso pero dulce. Ella ha dado entonces un respingo.
Raúl Ariza
La suave piel de la anaconda, Ed. Talentura, 2012
2.005 – El ruido y el frío
El árbol que hay a la entrada de casa no para de soplar sus hojas al viento. El muy tonto. Si sigue así no tardará en quedarse sin nada con lo que cubrirse.
Si yo fuese él, me enroscaría en mí mismo convirtiéndome en una caracola. Para conseguirlo, uno tiene que plegar las piernas, meter la cabeza entre ellas y abrazarse muy fuerte durante unos segundos. En el cole hacemos la caracola de vez en cuando y a todos nos resulta la mar de fácil, por lo que no entiendo cómo el árbol no sabe hacerla. Parece que esté tonto.
Aquí, dentro de casa, apenas siento el frío que a través del cristal noto que hace afuera. Seguro que el árbol lo está pasando fatal.
Aquí lo que hay es mucho ruido porque mamá lleva toda la tarde en un llanto. Empezó a llorar hace más o menos una hora, cuando papá le alzó la mano y le gritó que era una puta, y desde entonces no ha parado. Luego, entre gritos, papá le ha dado un empujón y la ha tirado al suelo, con lo que mamá se ha puesto a llorar aún con más fuerza. Y así sigue.
El ruido es tan insoportable, que papá ha tenido que irse de casa dando un portazo y renegando entre lágrimas. Entonces ha sido cuando yo me he venido corriendo a la ventana a ver dónde iba papá y, al pegar la nariz al frío cristal, he visto cómo el árbol le soplaba sus hojas al viento.
Voy a fijarme detenidamente a ver si lo veo tiritar, al muy tonto.
Raúl Ariza
La suave piel de la anaconda. Ed. Talentura. 2012
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1.983 – En el nombre del padre
Le habían dado una habitación de una sola cama. Era la más cercana al retén de enfermería y la que, según supe cuando todo acabó, se reservaba para los casos desesperados. La primera vez que le visité mi padre no me vio. Dormía o, quizá, ensayaba su inminente muerte.
Se mostraba serio, consecuente con su mal genio. Había enflaquecido hasta no parecerse a sí mismo. Se le habían hundido las carnes pegándose a sus huesos y dejando casi al descubierto unos pómulos prominentes y una nariz mucho más encorvada de lo que yo le recordaba. La boca quedaba como un agujero sin bordes, apenas perfilado por la línea borrosa y ligeramente más oscura que formaban sus labios. Supongo que por culpa de la fiebre, lucía unas ojeras profundas y alguna que otra marca diseminada por el escuálido rostro, fruto de las póstulas propias de ese tipo de sífilis que le estaban tratando. Lucía una barba espesa, aunque no demasiado larga, que le ensombrecía el cuello y la garganta.
Las veces que le vi despierto me asombró el aparente dominio que todavía parecía tener sobre sí mismo. Por supuesto no pronunciaba palabra alguna, limitándose a asentir o a negar de forma soberbia con los ojos cuando quería contestarte si le preguntabas algo. Además me seguía con la mirada en todo momento. A veces, cuando me quedaba dormido en el sillón, su mirada, desafiante y cargada del mismo odio que mi hermana y yo sentíamos por él, me sorprendía escrutándome.
Desde la primera vez que le visité hasta que al fin murió, transcurrió poco más de una semana. Recuerdo que la primera vez que pregunté por él a las enfermeras, presentándome como un amigo de la familia, la que me acompañó a su habitación, joven y bien dispuesta, se compadeció del viejo diciéndome que hasta ese momento no había tenido ninguna visita. Me he enterado de que es viudo y con dos hijos. Me dijo. Cría cuervos, resolvió la conversación con una exclamación lastimosa.
Raúl Ariza
La suave piel de la anaconda. Ed. Talentura. 2012
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1.921 – En horario laboral
Yo conté hasta doce gatos. Los había de todos los colores y razas. Atigrados en gris o en marrón, con topos como los de las jirafas o los guepardos. Otros eran totalmente negros, o blancos o caobas. Había uno con una mancha casi azul en la frente, sobre un fondo metálico. Doce llegué a contar, mientras estuvimos en la casa levantando el cadáver de la vieja.
La jueza tardó más de la cuenta en llegar, así que mientras esperábamos, tomamos las fotos rutinarias de la escena e hicimos un poco de tiempo, charlando de cosas insustanciales con los dos policías locales que nos habían dado el aviso. La noche había salido templada, y una luna enorme lo alumbraba todo.
La casa era, es verdad, un desorden total, una leonera, un almacén en perfecto cambalache en el que se podía encontrar cualquier cosa. Muebles viejos, ropas y harapos, periódicos amarillentos. Había montones, torres de papeles, revistas y libros desvencijados con algunas páginas arrancadas y las demás raídas.
Las paredes estaban preñadas de cuadros ocultos tras una gruesa capa de polvo y me sorprendió encontrarme con tres frigoríficos, dos de ellos en el salón.
Junto al cuerpo de la anciana, en el sofá, había un álbum de fotos. Lo abrí, retirándome a un lado del salón, y lo ojeé. La reconocí en ellas. Estaba mucho más joven y guapa. En algunas aparecía sola, rebosando vida, posando sonriente para el fotógrafo. En otras se la veía acompañada de distintos hombres, a veces de su brazo y otras besándose con ellos. Había muchas en las que se la veía con una niñita rubia, de largas trenzas, que compartía evidentes rasgos familiares con la muerta.
Recuerdo que lo único que se me ocurrió decirle a mi compañero cuando me miró con reproche al verme con aquello en las manos, fue que me encantaba pronunciar la palabra álbum. Él no me hizo mucho caso, entretenido como estaba ahuyentando con chasquidos y aspavientos a los gatos que ronroneaban cerquita de su dueña.
Raúl Ariza
La suave piel de la anaconda. Ed. Talentura. 2012
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1.871 – Mirando al mar
Al echarle un vistazo al análisis, ha visto que tiene el colesterol por encima de doscientos setenta. Demasiado alto. Y eso a pesar de la medicación. Además, de un tiempo a esta parte ha subido de peso y ahora todavía se gusta menos cuando se mira en el espejo.
Arturo se prometió para este nuevo año que empezaría a hacer algo de deporte, que se compraría un perro y que por fin le diría algo a Marga. Marga vive en su mismo descansillo, es soltera, madre de un chiquillo que es un terremoto, y le tiene totalmente embobado, con su larga coleta y el vaivén de sus caderas. Pero a día de hoy, y ya ha pasado más de un mes desde sus nuevos propósitos, no ha hecho nada de nada.
Le encanta leer novela policíaca, hacer sus pinitos en la cocina y echarse la siesta los días que el trabajo se lo permite. Es oficinista en una gestoría. Solo sale los sábados, siempre con sus cuatro amigos de la infancia, y bebe ron con cola light. Es de masturbase una vez por día, sin excepción, aunque muchas veces lo hace sin ganas.
Ayer domingo se pasó un buen rato mirando fijamente el cuadro que su hermano Juan le regaló estas navidades pasadas. Supuestamente es la copia de una marina famosa. Expresionismo, le dijo Juan al desenvolverlo y entregárselo. Y no creas que me ha costado barato. Concluyó. En una de las pocas visitas que le hicieron Juan y su mujer el año pasado, su hermano, con el que de críos se llevaba mejor de lo que se lleva ahora, se fijó en las paredes vacías del salón y decidió comprarle un cuadro para vestirlas. Arturo supone que Juan vio soledad, en lugar de unas simples paredes vacías.
Raúl Ariza
La suave piel de la anaconda. Ed. Talentura. 2012
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1.764 – A poco más de media hora
No se quieren ni mucho ni poco. Tampoco se quieren mal, ni se aburren a cariños. Parece que se gustan, eso sí, y por eso quedan para hacer el amor todos los jueves por la tarde.
Ella prefiere ponerse encima y llevar el ritmo con sus anchas caderas. Como intuye que a él le excita ver cómo se remueve el pelo y se lo enreda mientras follan, de vez en cuando lo hace, exagerando el gesto hasta lo histriónico. También se acaricia los pechos y llega a pellizcarse suavemente los pezones, mientras se muerde el labio inferior y mantiene cerrados los ojos. No suele abrirlos porque sabe que él la mira en todo momento, y le da una vergüenza atroz que pudieran cruzarse sus miradas.
Él se acuesta y, sin dejar de observar el más mínimo de sus gestos, la deja hacer hasta que ella acaba corriéndose. A lo más que se atreve, es a agarrarla de la cintura para en cada empellón arrimársela un poco más a su sexo. Un día se aventuró a darle un par de palmadas en las nalgas, pero como creyó ver un mohín de disgusto en ella, desde entonces no ha vuelto a improvisar nada más.
No hablan. Algún que otro gemido recíproco, pero nunca hablan, como si temieran que el sonido de las palabras quebrara la frágil consistencia de su extraña relación, tan falta de razones como llena de interrogantes.
Se conocieron hace casi un año, en el metro. A ella se le cayó el bolso y ambos se agacharon a la vez a recogerlo. En ese instante él se fijó en el escote de su blusa, ella lo advirtió, y el rubor les hizo sonreír a ambos. Uno de los dos, ya no recuerdan quién, propuso tomarse un café y, sin saber muy bien cómo ni por qué, acabaron metiéndose mano de forma desbocada en los baños de aquella cafetería. Desde entonces reservan una habitación en un pequeño y moderno hotel que queda a poco más de media hora del centro, todos los jueves por la tarde.
Raul Ariza
La suave piel de la anaconda – ed. Talentura – 2012
1.749 – Por estas fechas
Fue una vecina la que dio el aviso. Al llamar a la policía dijo que el gato de los del tercero, de pelo atigrado y carita de pena, llevaba maullando sin cesar desde hacía dos días. Y que eso le había mosqueado bastante, por lo inusual.
Al llegar se encontraron las persianas bajadas. Penumbra espesa y ese olor dulzón que según las novelas del género siempre anuncia la muerte. Un piso de dos habitaciones, salón, cocina y un baño. En ambos dormitorios, el de matrimonio y el que claramente era el del crío, con un papel azul hasta media pared y una cenefa con dibujos de nubes, los cajones estaban abiertos y vacíos. Durante todo el recorrido que los agentes hicieron por la vivienda, un gato les persiguió algo inquieto, maullando y colándoseles por entre las piernas. El tintineo del cascabel, junto con su desesperante quejido, rompía burlonamente el silencio clínico de aquella inspección ocular.
En el salón se encontraron el televisor encendido, con niebla en la pantalla. Junto al reproductor del DVD, uno de los agentes encontró la carátula abierta de una película de Frank Capra, y entre los dedos rígidos del hombre que yacía desangrado vena abajo en el sofá, una carta de despedida firmada por una tal Anabel, que terminaba con estas dos frases: «Y ahí te quedas con tu puto gato, mamón. Feliz Navidad».
Lo primero que ordenó el sargento fue que le pusieran agua al minino, a ver si conseguían callarlo de una vez por todas.
Raúl Ariza
La suave piel de la anaconda. Ed. Talentura. 2012
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1.738 – Amor, amor, amor,…
A mis ex
Las palabras que dicen los enamorados están cargadas de una emoción que todo lo deforma y lo enturbia. Únicamente el silencio tiene la capacidad y la crueldad precisa de devolverles a la tierra.
Ella y yo nos hemos quedado callados, cogidas nuestras manos y fija la mirada en la del otro, unos pocos segundos después de habernos jurado amor eterno.
No hacía dos horas que nos conocíamos y ya cerrábamos el mundo en torno nuestro. Habíamos hablado sin parar desde el primer momento, chisposos, animados por no sé qué fuerza arrebatadora. Habíamos bailado tarareándonos al oído, de forma dulce y melodiosa, los sones de una canción que ya sería nuestra para siempre. Compartimos a lametones un helado de chocolate, sabor que, entre risas que sonaban a caricias, coincidimos en decir que era el que más nos gustaba a ambos. Perdimos el aliento de tantos besos que nos dimos. Casi mordiscos. Nos precipitamos haciendo planes de viajes exóticos a países imaginarios o a islas vírgenes que no salían en ningún mapa. Nos brillaron los ojos al descubrir que teníamos los mismos gustos para los estampados de la tela del sofá, que decidimos compraríamos para el piso que en breve compartiríamos, donde acordamos sin mayor trauma que criaríamos a dos hijos, chico y chica, cuyos nombres también salieron de forma espontánea y sin controversia.
Pero sin darnos cuenta han ido remitiendo los emocionados jadeos, hemos recompuesto el ritmo cardiaco y la cordura ha comenzado a llenar el vaso de un adiós que me resulta evidente. Todavía con las manos enlazadas pero ya en silencio, en mitad de una tarde que se acaba y sometidos a una brisa un tanto molesta, algo fría y bastante húmeda, me doy cuenta de que empieza a costarnos mantener las acarameladas miradas de hace un rato. Así que ella, un tanto turbada e incómoda, me ha soltado las manos y ha llamado a un taxi.
Raul Ariza
La suave piel de la anaconda – ed. Talentura – 2012