2.361 – Hundimiento

alonso-IbarrolaHuesca  El edificio se vino abajo a medio construir y los técnicos afirmaron que por culpa de una defectuosa cimentación. Los bomberos se afanaban en extraer los cadáveres de los infelices que habían encontrado la muerte trabajando. Un reportero tomaba en su bloc las consabidas notas. Dada la ignorancia, por parte de los dirigentes de la empresa constructora, del número de desaparecidos y víctimas, optó por anotar cuidadosamente los cadáveres localizados… «Diecisiete, dieciocho, diecinueve, vein…». Se detuvo porque los bomberos habían descubierto una pierna, pero al retirar los cascotes en torno a ella, comprobaron que la misma estaba cortada y que pertenecía a un cuerpo encontrado con anterioridad. Borró lo escrito y lo dejó definitivamente en «diecinueve». Lo lamentó porque siempre al titular resulta más llamativa la palabra «Veinte» («Veinte muertos en el hundimiento…», etc) que «diecinueve» («Diecinueve muertos en…» etcétera).

Alonso Ibarrola
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2.348 – Historia bastante atroz

alonso-Ibarrola2  La conducta de John Foster resultaba lógica en un buen profesional. «Quiero una oportunidad», afirmó balbuceando, una tarde de otoño, en el despacho del redactorjefe de un importante diario neoyorquino. Si un tal García recibió el mensaje en las montañas de Cuba; si Stanley localizó al doctor Livingstone, también él tenía derecho a una oportunidad…, y la tuvo. Partió camino del Pakistán Oriental con una cámara fotográfica bajo el brazo. El horror y la miseria se presentaron implacablemente ante sus ojos. ¿Qué pensó, qué sintió, qué hizo John Foster ante aquella tremenda realidad? Nada supieron de él en el diario hasta varios meses después. Y su ausencia la atribuyeron a la vergüenza padecida por el fracaso en la misión. La escena más trágica, la foto más patética, no era de John Foster. El mundo no olvidará fácilmente el rostro de aquel desgraciado que trataba inútilmente, con sus débiles y temblorosas manos, de frenar la trayectoria implacable de aquella bayoneta calada en el fusil, que esgrimía un militar. Su cuerpo se apoyaba en el de un compañero ya sacrificado y dentro de poco sería un cadáver exangüe… La multitud, curiosa y sonriente, rodeaba al trío… y nadie protestó ante el asesinato atroz. Los reporteros gráficos cumplieron con su deber y solamente John Foster, alejado de todos, vomitó y lloró. Arrojó lejos de sí, furioso, la cámara fotográfica y pensó que la vida no merecía la pena vivirla, que ya no sería el mismo John Foster de siempre y decidió no volver nunca más a Nueva York. Dicen que el tiempo todo lo borra y de tal habitual forma operó en John Foster. A los dos años se presentó en el diario, siendo perdonado y admitido. Ahora John Foster aguarda una nueva oportunidad. No está dispuesto a fracasar nuevamente. Si fuera preciso hablaría con el de la bayoneta, llegarían a un acuerdo económico, trataría de hacer un trabajo «en exclusiva» y cuidaría el enfoque. El de la bayoneta, firme y decidido; la víctima, en el suelo panza arriba, con ojos de terror, y él en la distancia conveniente… ¡Ahora!, gritaría John Foster y el de la bayoneta actuaría sin vacilar. El «clic» de su cámara coincidiría casi con el «ihaaag!» de la víctima. Mirando todo a través de una cámara se siente uno más alejado, más distanciado de la realidad…

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2.331 – El muerto

  alonso-Ibarrola2El hombre había caído atravesado a las vías del «metro» y muerto en el acto, porque un convoy, segundos después, pasó sobre su cuerpo y lo destrozó, ante el horror de los pasajeros que permanecían en el andén. El cuerpo sin vida fue cubierto con una manta, en espera de los trámites oportunos. Se reanudó la circulación y los convoyes pasaban por encima del cadáver. Era domingo y había escasa concurrencia. Tardaba en llegar el juez, o quizá no le dieron el aviso. El hecho es que todos se fueron olvidando del incidente. Luego, el paso veloz de los vagones terminó por desplazar al cadáver o lo que quedaba de él. Un convoy se llevó una pierna, otro un brazo… Al cabo de unos días no quedaba ni la manta, roída por enormes ratas cuando la circulación se interrumpía por la noche.

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2.320 – La caza

alonsoibarrola  El dueño del coto de caza, próximo a la capital, y cuatro amigos, empuñando sendas escopetas, iniciaron la caminata en busca de conejos. Observaron por los cerros colindantes a varias personas y se dirigieron a ellos, pues supusieron que estaban cazando en lugar vedado. En su mayoría eran chiquillos, que echaron a correr en medio de risas y bromas. Uno de ellos, antes de desaparecer tras un montículo, gritó: «¡Hijos de p…!». El dueño del coto, lleno de furor, empuñando la escopeta, disparó contra el chiquillo que corría veloz. Le acertó en plena cabeza. Más tarde, ante la Guardia Civil, explicaba cómo casualmente se le disparó la escopeta cargada al tropezar con una piedra, confirmando el hecho en todos sus detalles sus tres amigos, y hasta el guarda de la finca, que no se atrevió a negarse a declarar ante la sugerencia de su amo, aunque cuando ocurrió el hecho no se encontrara allí. Lo triste del caso es que el chiquillo muerto era su hijo.

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2.292 – El detective

alonso-Ibarrola2  La mujer, vestida con elegancia, subió, un tanto indecisa, las escaleras que conducían a la modesta, en apariencia, «Agencia de Detectives». Le atendió un señor grueso, de traje arrugado y con manchas, que le pidió por adelantado cierta cantidad de dinero «para atender a los gastos que provocaría la vigilancia de su marido». La mujer extendió un cheque. Sospechaba que su marido se veía los domingos con una antigua doncella de su casa, que se había visto obligada a despedir al sorprender a ambos abrazados en el cuarto de baño. Aguardó con ansiedad varios días y nuevamente se presentó en la Agencia, donde el detective, desolado, le informó que la investigación no había sido posible llevarla a cabo, dado que su marido utilizaba un coche de gran potencia y el suyo era un utilitario. «Esto no es América, señora», terminó diciendo.

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2.285 – Robinson

alonso-Ibarrola2  Una columna de humo se perfiló en el horizonte. Robinson no daba crédito a sus ojos. Diez años llevaba viviendo en aquella isla, perdida en el océano y alejada de todas las rutas marítimas. Y sin nadie que le acompañara en los largos días de soledad. Le llamaré «lunes», se repetía a sí mismo para darse valor, esperando en vano la llegada de un criado negro, como él creía que sucedía en estos casos. Mejor dicho, «martes». Dos años más tarde, pensó en llamarle «miércoles». Tres años más tarde admitió que bien podría llamarse «jueves»… hasta que la columna de humo proveniente del gran barco, que ya se divisaba en lontananza, le hizo olvidar la cuestión… Su barba era muy abundante y larga. El barco, no cabía duda, se dirigía hacia él. Se detuvo junto a la isla. Arriaron un bote y unos marineros con vigorosas y rítmicas paladas acercaron hasta la orilla a un oficial que con las bajeras del pantalón dobladas hasta la rodilla y los zapatos en la mano se introdujo en el agua, haciendo un gesto muy expresivo de encontrarla muy fría. En tres zancadas se presentó ante el náufrago, le saludó marcialmente e inquirió, mostrándole un arrugado pergamino: «¿Ha escrito usted esto?». El pergamino decía: «¡Socorro!» No, él no había escrito nada. No tenía pluma, ni papel, ni una botella, por supuesto. «Lo siento», exclamó el oficial, y girando sobre sus talones, volvió a meterse en el agua. Dio un saltito al paso de una ola minúscula y subió de nuevo al bote, ayudado por un marinero. Mientras la embarcación se alejaba presurosa, camino del navío, el oficial agitaba la mano saludando cariñosamente al forzado Robinson. No acertó a pronunciar palabra alguna… Se le trabó la lengua. Habían transcurrido demasiados años. «No es posible…», fue lo único que acertó a decir, cuando ya el barco se perdía en la raya infinita del horizonte. Pero nadie le oyó…

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2.270 – El récord

alonso-ibarrola2-300x200  Se había empeñado en batir el récord mundial de permanencia en globo y, tras fatigosos ahorros, al cabo del tiempo, pudo adquirir uno. Llevó a cabo los preparativos necesarios para su ascensión en la plaza mayor del pueblo, coincidiendo con las fiestas del Patrón de la localidad. Una enorme muchedumbre presenció la subida a los cielos, despidiéndole con flamear de pañuelos y griterío ensordecedor. Cuando se convirtió en un puntito perdido en el infinito, la gente se dispersó. Pasaron los días, los meses y nadie supo más de él. Una noche volvió de improviso y en silencio. El pueblo dormía y a través de las ventanas de su casa observó que su mujer abrazaba a otro. Loco de furor, rabia y celos se subió al campanario de la iglesia que se levantaba junto a la plaza y se arrojó a la misma. A la mañana siguiente, cuando descubrieron su cadáver, todos se maravillaron del estado del mismo, porque teniendo en cuenta que cayendo desde la estratosfera (por lo menos), dada la distancia y el tiempo transcurridos, tenía que haberse volatilizado por fuerza.

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2.264 – El invento

alonso-ibarrola2-300x200  Era fontanero y en sus horas libres -que eran muchas, dado que en la perdida localidad donde ejercía su profesión, los clientes eran escasos- se dedicaba a «inventar». Nadie le tomaba en serio. Llevaba quince años trabajando en una bomba atómica de bolsillo. Creía haberlo conseguido. Se lo contó al corresponsal del diario de la capital, pero le tomó por loco y no envió ninguna línea. Consternado, dolido y despechado, preparó una explosión nuclear para el día del cumpleaños de su mujer. Al apagar las velas de la tarta de un soplo, un ingenioso dispositivo provocaría la explosión. Así ocurrió. El hongo atómico se divisó a varios cientos de kilómetros y el pueblo prácticamente desapareció del mapa y de la tierra. Dada la lógica ignorancia de los hechos, se hicieron muchas especulaciones en el país y en la capital se practicaron algunas detenciones..

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2.249 – Ciudadano agresivo

alonsoibarrola  Soy un ciudadano pacífico, amante del orden, enemigo de la injusticia. Pero cuando me provocan, cuando asisto a espectáculos bochornosos -donde la ley del más fuerte se impone sin causa lógica ni justificada- a situaciones inaceptables, a incidentes penosos, donde el débil es fustigado y escarnecido, entonces, una nube roja ofusca mi mente y provoca en mí reacciones insospechadas. Iba yo el otro día, sin ir más lejos, en el «metro». Eran escasos los pasajeros, pero todos los asientos estaban ocupados. Yo permanecía en pie. En una de las estaciones entró en el vagón una señora en estado interesante, muy avanzado… Con esto quiero decir que a simple vista era ostensible su embarazo… Bien, no debía pensar lo mismo aquel tipejo, sentado junto a ella, de mirada distraída. Me puse nervioso… y no pude más. Me acerqué al individuo: «Oiga, usted, ¿es que no se ha dado cuenta…?». El individuo parecía no querer entender. Le propiné un puñetazo en la nariz que le hizo saltar la sangre a borbotones. Un hombrecillo sentado junto a él, salió en su defensa… Le propiné una tremenda patada en el bajo vientre, y cayó como fulminado en el suelo. El resto de los pasajeros, asustados, ni se movieron… Solamente la mujer embarazada -y esto me molestó mucho- se atrevió a increparme… No pude resistirlo. Le propiné tal patada en el vientre que será difícil, supongo, que su parto no resulte prematuro… El convoy se paró en la siguiente estación y me fui apretando el paso. Los viajeros se quedaron atendiendo a los contusionados. Al día siguiente, leyendo el periódico, me sorprendió desagradablemente el hecho de que la parturienta había muerto, «salvajemente golpeada por un desconocido en un vagón del metro». Pero lo más sorprendente era que entre mis víctimas hubiese también un ciego.

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2.199 – Farsante

alonso-ibarrola2-300x200  Se hacía pasar por sordomudo y vendía lotería falsa. Siempre ocupando su esquina, en una calle muy concurrida de la gran ciudad, y dispuesto a desaparecer de la faz de la tierra en cuanto les correspondiera a «sus números» un premio importante. Pero, para su fortuna, esto no ocurría… Hasta se había permitido el lujo de abonar «una terminación» y «una pedrea». La gente compraba sonriente y complacida; le hablaba pero él solamente esbozaba una amable sonrisa. Un día, un ratero que había observado la importancia de sus ingresos, le robó la cartera de improviso. Quiso gritar, pero se contuvo. Hubiese echado a perder el negocio…

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