Guarda siempre tus auténticas intenciones a buen recaudo y lejos del escrutinio general. Lanza un señuelo que exceda con mucho tus propósitos. Rebájalo después, en un acto simulado de generosidad, y aquello que antes de mala gana era admitido por los antagonistas, ahora se te agradecerá como un regalo. Siguiendo este truco, muchos reyes que querían deshacerse de los conspiradores dictaban su ejecución para conmutarla con posterioridad por la pena de destierro, y de esta manera eran considerados magnánimos en vez de crueles.
3.074 – Peligroso
Llegó a la penitenciaría con fama de peligroso. Se decía de él que era un maníaco sexual, sádico, cruel y sanguinario y sobre todo un experto en fugas. Por su aspecto no lo parecía… En esto convenían tanto el director como los funcionarios y reclusos del Centro. Los años vinieron a demostrar, ciertamente, que era un pobre hombre. Tímido, débil, huidizo, nunca se enfrentó a nadie, soportó toda clase de humillaciones y vejaciones y jamás intentó fugarse. Especialmente esto último produjo desencanto en todos y hasta el mismo director se sintió defraudado. Un día que jugaba un partido de fútbol en el patio central, con otros reclusos, cayó el balón fuera del recinto de la prisión. El director, en tono burlón, le ordenó que fuera a buscarlo y le abrieron las puertas. Volvió poco después con el balón. Horas más tarde descubrirían que el balón no era el mismo, que había traído otro, perteneciente a un niño rubio, que había sido localizado entre unos arbustos, cruelmente ultrajado y posteriormente asesinado. Todos, a partir de aquel día y hasta el momento de su ejecución, comenzaron a mirarle con más respeto.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/
3.073 – Se te ha olvidado
3.072 – Los calamares…
3.071 – Edipo complejo
Aquel apuesto escritor se casó con una muchacha lesbiana para ocultar que era la amante de su madre. A continuación, disfrazado de marido infiel, fue el más promiscuo campeón sexual de la ciudad. Parecía la solución ideal, pero no resultó. Cada tanto, insatisfecho, sentía la necesidad imperiosa de hacerlo con su mujer y ella, que era una intuitiva, lo recibía con resignación, lo excitaba contándole lo que hacían con su madre, lo acariciaba como ella lo haría y le permitía dormirse con la cabeza entre sus pechos. Eso lo calmaba por un tiempo.
Raúl Brasca
3.070 – El que sigue
La sala de espera estaba vacía. Tenía suerte: no iba a perder mucho tiempo. Caminó rápido hasta el único sillón. Al sentarse, le pareció notar algo en el asiento y se levantó. No había nada, el cansancio le hacía imaginarse cosas. Se sentó nuevamente. Cerró los ojos e intentó descansar. Los almohadones eran más mullidos de lo que parecían. Tal vez por eso, recordó cuando era chico e iba a nadar al río. Revivió el placer de sumergirse. El sillón se acomodaba cada vez más a su cuerpo. De pronto, escuchó voces. Alguien vendría a interrumpir su reposo. Abrió los ojos y trató de incorporarse. No pudo. La vista se le fue nublando. Se aferró al apoyabrazos pero supo que era inútil. Ya sin aire, dio un instintivo manotón de ahogado. Desde el fondo del sillón, lo último que percibió fue cómo otro, el próximo, se sentaba sobre el extremo de su mano derecha que apenas sobresalía.
Juan Sabia
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005
3.069 – Telerrealidad
Flérida es una castellana oronda, de ojos verde encina y piel cuarteada como la Tierra de Campos en agosto. Dos veces por semana, con los ojos suplicantes y voz cantarina, sacude en mi despacho las historias de cómo su marido perdió la pierna izquierda por la gangrena, de cómo ahora está algo mejor de la depresión, de que, ¡pobre!, ahora le van a cortar los dedos del pie derecho —otra vez la gangrena—, de cómo la rusa —que vino con su hijo y el bebé en la navidad de z000—empeora de la enfermedad de Krohn y una vez por semana la hospitalizan para darle no sé qué tratamiento. Esa rusa de manos suaves de princesa del Volga que no ha pegado palo al agua en su vida, blanca como la nieve de los Urales, ojos azules que tiritan y andar caliente.
Mientras pasea la fregona por el terrazo parduzco y esparce el polvo de carpetas y archivadores, desgrana con voz quejica cómo aquella noche navideña su hijo agarró la escopeta de caza y, de varios tiros certeros, casi liquida al dueño y una de las chicas del puticlub La Pasión en Las Veguillas; de cómo lleva más de cuatro años en la cárcel y le quedan tres; de cómo se volvería loco si no es por la rusa. Flérida acomoda el polvo sembrado con el impulso certero del plumero; la escucho absorta, con toses contenidas, buscando sobredosis de compasión entre legajos y papeles impacientes.
Ajo Diz
Futuro imperfecto.Clara Obligado Ed. lit.- 2012
3.068 – La bañera
Un día, mientras aguardas el regreso de tu mujer, prolongas ese baño sedante, la grávida sensación de deriva en el agua jabonosa, los lametazos del minúsculo oleaje, la indolencia que lleva a perder deliciosamente la noción del tiempo, y adivinas que se va a apoderar de ti una monotonía sin deseos, que ya no sobresalen las medias lunas de tus hombros y de tus rodillas, que poco a poco tu piel se va acomodando a la blancura de la bañera, a sus curvas, a sus bordes, que te desvaneces en el esmalte, que te invade un sentimiento de rigidez, de malestar, de miedo, cuando fracasas en los intentos por abandonar la bañera, y luego de escuchar los pasos de tu mujer, que se desnuda en silencio y deja caer el agua sobre tu fondo y se sumerge con un suspiro de júbilo, sientes el aviso de la firmeza de sus miembros contra ti como la sondaleza de un barco que tocara el fondo del río, sientes la suavidad de su piel sonrosándose con el agua caliente, y descubres que nunca volverás a abrazarla, que no podrás orientarte por más tiempo en tu memoria blanca, lisa, pulida, que asistes impávido a los latidos de su corazón, a sus movimientos acariciadores y basculantes, a los rosetones de luz que refleja el cuerpo de tu mujer, completamente sola en el cuarto de baño.
Ángel Olgoso
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005
3.067 – Tendinitis (una historia de amor)
Desde hace unos días me veo obligado a llevar el brazo derecho en cabestrillo. Trato de hacerlo con dignidad, aunque sin excederme. Porque el gesto hace al hombre, y puede pasar que, de llevar el brazo en esta posición, uno acabe asumiendo aires napoleónicos, y se sienta como debió de sentirse el francés mientras planeaba con sus mariscales la batalla de Waterloo. Eso, cuando la moral está alta. En el otro extremo, puede suceder que uno tenga que ponerse el tabardo verde de las salidas al campo, que es la única prenda de abrigo lo suficientemente amplia para albergar el brazo encogido, y acabe adquiriendo un aire de veterano de Vietnam, con su halo de melancolía desquiciada y culpable… La gente se te acerca y te pregunta. Y uno quisiera no decepcionarlos, poder contarles alguna malhadada hazaña deportiva, o presentarse como víctima de la fatalidad que rige los azares del tráfico. Pero no: lo que uno tiene es una simple tendinitis; lo que, en la escala de los males, ocupa un lugar más bien insignificante, cosas de desocupado que juega al tenis o a ese curioso deporte que llaman «pádel» y que parece exigir de sus jugadores la previa afiliación a algún partido de derechas.
Verán, yo no practico ningún deporte, apenas conduzco, y ni siquiera soy de derechas, por lo que la única causa a la que puedo atribuir mi mal son las horas pasadas ante el ordenador, escribiendo. Hasta ahora creía que las únicas heridas que uno podía recibir de la literatura eran las que afectaban al alma. De la literatura sabía que inspira ambiciones mezquinas, engorda vanidades, crea expectativas infundadas y va dejando en quien se expone a estos males un poso de incurable decepción. También sabía que la literatura no sólo es perjudicial para quien la cultiva, sino también para sus semejantes. Por ella se han roto amistades y matrimonios. Y, lo peor de todo: la literatura produce un tipo de personaje que, en cuanto sabe agotadas sus capacidades, se conforma con ocupar un lugar vicario en eso que se llama, en expresión un tanto paradójica, «vida cultural»: ese laberinto de puestecillos cortados a medida, sinecuras locales y negociados más o menos dependientes de la voluntad del político de turno. Esos son los estragos que causa la literatura en los espíritus de quienes alguna vez la cortejaron.
En comparación, mi modesta tendinitis no es sino un mal menor. Y también, por qué no, un castigo, de la misma naturaleza que el que los dioses impusieron a Tántalo. Paso las horas muertas en casa, ante el ordenador que no puedo usar. Se me ocurre que podría escribir sobre esto o aquello, que en algún rincón del cerebro está a punto de brotar alguna idea que sólo necesita del baile de los dedos para tomar forma. De esa ilusión gratuita vivimos los literatos. Pero tengo el brazo sujeto por un pañuelo negro; soy Napoleón, no antes de Waterloo, sino después, cuando sus vencedores lo llevaban, privado ya de todos sus recursos, al insalubre islote de Santa Elena. A eso queda reducido un escritor que no escribe: a un emperador sin imperio. Eso sí, con algún que otro mariscal fiel que lo acompaña en su desgracia y le hace el inmenso favor de tomar al dictado textos como éste.


