3.085 – Fe, esperanza y caridad

luciano_g_egido

         —¿Hay un cielo, Nancy?
         —No lo sé. Creo.
         —¿Crees en qué?
         —No lo sé. Pero creo.
                                       WILLIAM FAULKNER

Antes de trasladarlo a un pueblo de la provincia de Zamora, don Manuel Bueno, nuestro cura párroco, no creía en Dios; pero les hacía creer a sus feligreses que creía para no desesperarlos más de lo que estaban. Sus feligreses tampoco creían; pero le hacían ver que creían para que él creyera que lo necesitaban.

Luciano G. Egido
Antología del microrelato español (1906-2011). Ed. Catedra.2012

3.084 – La visita

jose jimenez lozano  La única que dio la mano al director general, cuando vino a ver las chabolas, fue la señora Margarita, que estaba recogiendo la colada para que el director general no viese allí ropa tendida. Pero, de repente, paró un coche y casi no la dio tiempo a nada, aunque ya tenía recogida toda la ropa menos dos o tres pañuelos precisamente, que uno estaba un poco deshilachado.
—¿Cómo está usted? —dijo el director general que se bajó del coche como una exhalación.
—¡Bien! ¿Y usted? —dijo ella.
—¡Bien! —dijo el director general.
—¡Pues me alegro! —contestó ella.
Y, luego ya, el director general se puso allí a mirar unos planos con los que venían con él y, mientras la gente se fue acercando, ya había acabado de mirar los planos y de echar las miradas que echó al terreno donde estaban las chabolas, y dijo:
—Ustedes tendrán casa. ¡Y pronto!
Y se montaron todos en el coche, y se fue. Así que todos se acercaron a la señora Margarita para preguntarla qué es lo que la había dicho el director general, y ella dijo:
—No, nada, sólo me dio la mano.
—¿Y cómo tenía la mano? —la preguntaron entonces.
—¡Pues fría, ya veis! ¡Y como el asperón!
Y no la querían creer.

José Jiménez Lozano
Antología del microrelato español (1906-2011). Ed. Catedra.2012

3.083 – Narrador

cesar_gavela  El novelista humilde Antonio Selmo subió la persiana, se sentó frente a la máquina de escribir, encendió un cigarrillo y miró por la ventana la plaza del comandante Toral, con su trajín de la gasolinera, las flores del parterre, la fuente bajo las acacias y una mujer que se perdía al fondo por la esquina de la calle del teólogo Peláez.
Muy poco después, todavía sin ponerse a escribir, Antonio Selmo notó que sobre su cuerpo descendía un gran pájaro transparente, como una gota gigantesca de lluvia que fue atravesando su mente y su vida hasta convertirlo en un hombre lejano y tenso, arrojado a las aguas del estupor.
Como algunas otras veces le había sucedido, Antonio Selmo creyó que se encontraba en los albores de un gran momento de creatividad que se traduciría en unas cuantas páginas felices, mecanografiadas con gran rapidez, en las que construiría un personaje, un diálogo, un capítulo o un tono.
Nunca hubiera podido imaginar que se estaba muriendo.

César Gavela
Antología del microrelato español (1906-2011). Ed. Catedra.2012

3.082 – Cuando cerraron el Salón Parisiana

oscar_esquivias  Cuando cerraron el Salón Parisiana, se hizo almoneda de todos sus enseres. Salieron a bajo precio los telones, las lámparas, los apliques, las mesitas, los vestidos de las cupletistas, la vajilla, la preciosa cafetera de cobre… Hasta se arrancaron los zócalos de mármol y se vendieron por metros. Aquel coronel retirado, que había pasado muchas horas muertas en el local tiznando su alma y sentía una gran pena por su clausura, se hizo con un espejo de vestir y se lo regaló a su señora, sin indicarle la procedencia. Ella, muy feliz por aquel arranque tan inusual de su marido, lo colocó en la alcoba. A partir de entonces, empezó a rechazar su antiguo vestuario: todas las faldas le parecían demasiado severas y feas y ningún escote hacía justicia a su hermoso pecho. Le tomó gusto a vestirse de colores, a cargarse de joyas, a buscar los sombreritos más atrevidos. Pronto circuló la especie de que la coronela tenía un lío con un mozo de cuadra (decían unas lenguas) o con un rejoneador (aseguraban otras). Lo cierto es que fueron decenas los jóvenes que se desbravaron entre sus muslos. Ella era ahora alegre, cantarina y muy, muy cariñosa.
Todo acabó cuando el coronel quebró la luna e hizo astillas el marco de aquel espejo ante el que tantas veces se desnudaron las alegres chicas del Salón Parisiana.

Óscar Esquivias
Antología del microrelato español (1906-2011). Ed. Catedra.2012

3.081 – Vidas perpendiculares (La horizontal)

Manu Espada (1)  —Señor Ashe, usted es fantástico, encajará bien lo que tengo que decirle —sentenció el escritor—. Le quedan veinticinco líneas de vida —añadió con un tono de rabia contenida. Sorprendido, el personaje preguntó qué le ocurría, qué extraña dolencia padecía para que su existencia estuviera a punto de extinguirse de esa manera tan expeditiva y fulminante. A continuación, Herbert Ashe miró el retrato que el cuentista tenía sobre la mesa de su escritorio. María Kodama, a la que acababa de dejar desnuda en el motel con un beso de buenas tardes y un «luego te veo, cariño», posaba en la instantánea abrazando al escritor con el gesto afectivo y cálido de una esposa. El sonido de un cajón hizo que Herbert alzara la vista y fijara la mirada en los ojos coléricos de Jorge Luis Borges. Al ver la punta del bolígrafo apuntando al folio, el personaje supo que su tiempo se había acabado.

Manu Espada
Personajes secundarios. Ed. Menoscuarto, 2015

3.080 – A la fuerza

alonso-ibarrola2-300x200  Nunca falta en un manicomio el habitual enfermo mental que afirma que su familia lo ha encerrado a la fuerza, para quedarse con su fortuna. Por desgracia, muchos de los que esto afirman no tienen ni familia ni fortuna.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.078 – Vidas perpendiculares (La vertical)

Manu Espada (1)  —Señor Pasternak, usted es realista, encajará bien lo que tengo que decirle —sentenció el médico—. Le quedan veinticinco segundos de vida —añadió con un tono de rabia contenida. Sorprendido, el paciente preguntó qué le ocurría, qué extraña dolencia padecía para que su existencia estuviera a punto de extinguirse de esa manera tan expeditiva y fulminante. A continuación, Boris Pasternak miró la foto que el matasanos tenía sobre la mesa de su consulta. Larisa Antípova, a la que acababa de dejar desnuda en el motel con un beso de buenas tardes y un «luego te veo, cariño», posaba en la instantánea abrazando al doctor con el gesto apasionado y entusiasta de una amante. El sonido de un cajón hizo que Pasternak alzara la vista y fijara la mirada en los ojos coléricos del doctor Zhivago. Al ver el cañón del revólver apuntándole al pecho, el escritor supo que su tiempo se había acabado.

Manu Espada
Personajes secundarios. Ed. Menoscuarto, 2015

3.077 – Sucesos

Ruben Abella  Mario giró el volante y enfiló la calle Arenal a ciegas, súbitamente deslumbrado por el sol de cara. Iba a poner el quitasol cuando sintió un golpe en el parachoques y, acto seguido, una violenta sacudida que lo obligó a frenar en seco para no salirse de la calzada. Al bajar del coche vio un mastín muerto en el asfalto y, arrodillada junto a él, a una mujer deshecha en lágrimas.
—Lo siento. Lo siento mucho —dijo, acercándose a ella.
Llamaron a la policía, que a su vez llamó al depósito canino municipal para que se hiciera cargo del cadáver. La mujer seguía llorando. Mario, vencido por la culpa, trató de calmarla.
—¿Le apetece tomar algo? —propuso, ante el fracaso de las palabras.
—Bueno, pero mejor vamos a mi casa. Vivo aquí mismo —gimió ella, secándose los ojos con un pañuelo, y señaló un portal cercano.
Presionado por las circunstancias, Mario aceptó la invitación.
No paró de disculparse durante el corto trayecto, en el ascensor, mientras ella lo invitaba a sentarse en el sofá del salón, entre sorbo y sorbo del primer ron con hielo.
Tras la segunda copa se acabaron las lágrimas. Aliviado, Mario dio las gracias y dijo que tenía que irse, pero la mujer no le dejó: se desabrochó un botón de la blusa y, lanzándole una sonrisa en llamas, propuso otra ronda.
—La del estribo —dijo, con las pupilas brillantes. A Mario la culpa se le disolvió en deseo, y accedió. A mitad del tercer ron, empezó a sentirse indispuesto.

Rubén Abella

3.076 – Inestabilidad

jj millas2  Nos encontrábamos ya cerca de mi casa, cuando el taxista fue avisado por un colega de que había en nuestro camino un control de alcoholemia. Como resultara imposible dar la vuelta o escapar por una calle lateral, el conductor me confesó que llevaba dos copas, pues había comido con unos amigos de la infancia a los que hacía años que no veía. «¿Y qué quiere que le haga?», pregunté. «Que se ponga al volante —respondió—, como si usted fuera el taxista y yo el pasajero.» Me pareció una propuesta absurda a la que respondí con una sonrisa de desconcierto. Mientras sonreía, vi en sus ojos, a través del espejo retrovisor, un movimiento de pánico que produjo también en mí alguna inquietud. En cuestión de segundos me puso al corriente de su situación, responsabilizándome del drama familiar que se le vendría encima si le retiraban la licencia. Aunque intenté defenderme, lo cierto es que al cabo de un momento, dada mi debilidad de carácter, estaba al volante del taxi, con el conductor detrás.
Alcanzado el control, un guardia hizo señas de que nos echáramos a un lado. Luego se acercó, me informó acerca de sus propósitos y me pidió que soplara, lo que hice con miedo, pues aunque no había bebido creo que el organismo puede, en situaciones de estrés, producir todas las sustancias existentes. Por fortuna, estaba limpio y me dejaron seguir. Como no era cuestión de detenerse a unos metros del control para realizar el cambio, y dado que mi domicilio se encontraba muy cerca, continué conduciendo hasta el portal, donde el taxista, tras mirar el contador, sacó un billete, me lo dio, abrió la puerta, salió del coche y se metió en mi casa, todo con una rapidez tal que no fui capaz de reaccionar. Además, apareció enseguida otro cliente que me pidió que lo llevara a toda mecha al aeropuerto. Qué inestable es la realidad, pensé arrancando.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011