Chloë

elena garcia de paredes Su novia acababa de comprar una cámara digital. Le hacía fotos y fotos que eran la misma, contra el gotelé parduzco. Una y otra y otra. Todas con las mismas sombras cruzadas, mal puestas, con las crestas de la pintura agigantándose contra la pared.
Hasta que consiguió los ojos y la sonrisa descreída de Chloë Sevigny en Boys don’t cry.
«Mira. Por fin eres tú.»

Elena García de Paredes

Amor al primer verso

alejandra diaz ortiz2 La primera vez que Laila descubrió un post it pegado en la puerta de su casa, pensó que se trataba de una equivocación. Con una letra de armonioso trazo, alguien había escrito con tinta roja:
Saber que existes es saberme vivo
Al día siguiente del primer hallazgo, al volver del trabajo, encontró un nuevo papelito engomado. Esta vez decía:
Son tus pasos el latido necesario: vida
Instintivamente, Laila miró a su alrededor. El pasillo de la tercera planta donde vivía estaba vacío. Apenas algún ruido doméstico rompía el silencio de un edificio habitado, básicamente, por personas solas.
En el tercer día, un nuevo mensaje la esperaba. Mientras abría la puerta, lo leyó:
En tus ojos, el mar
Esta vez no miró alrededor. Sonrió.
Durante diez días más, Laila llegaba ansiosa hasta la puerta de su casa, deseando encontrar un nuevo tesoro. Uno a uno, fue depositando cada post it en una cajita que tenía al lado del teléfono.
Un jueves por la mañana despertó valiente y decidió averiguar quién era el autor de aquellos versos que la hacían tan feliz. Cogió el taco de papel amarillo que se había robado de la oficina y escribió, con tinta roja, también:
«Misterioso Poeta, intrigada me tiene con sus hermosos versos que me han robado el corazón. Es este aliento anhelante lo que me hace imperioso el saber quién es usted y descubrir, así, la razón por la que me hace usted merecedora de tan inesperadas notas. Su más ferviente admiradora, Laila».
Al salir de casa, dejó pegado el post it.
En cuanto concluyó su jornada laboral, salió rápidamente hacia su casa, excitada, esperando encontrar al hombre amado. Subió corriendo las escaleras, de dos en dos. Sofocada, desde el rellano lo vio: ¡ahí estaba!, el papelito amarillo, con una respuesta, pegado a su puerta. Lo despegó con cuidado, como temiendo borrar lo ahí escrito con la punta de sus dedos pero sin atreverse a leerlo. Entró en su casa, tiró el bolso y las llaves y se fue a sentar en el sofá: sentía que las piernas le flaqueaban. Suspiró y, entonces, comenzó a leer:
«Querida Laila, aunque no dudo de que sea usted la más hermosa flor de este desértico paraíso, mucho me temo que la he convertido en presa involuntaria de un error, creyendo -¡oh, tonto de mí!- que Miguelito vivía en el 30 C. Ruego a usted, hermoso ángel, tomar nota de mis más sinceras disculpas. Afectuosamente suyo, Álvaro Rivera».

Alejandra Díaz-Ortiz

La violencia de las horas

cesar_vallejo2 Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: «¡Buenos días, ]osé! ¡Buenos días, María!».
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió, a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.

César Vallejo

Sátiros caseros

MarcoDenevi34 Enterada, por los frescos pompeyanos, de que los sátiros poseían un miembro viril bífido, con el que satisfacían a las ninfas por ambos conductos a la vez, Circe les contaba a sus amigas: «No lo creerán, pero anoche me acosté con un sátiro».
Una de las amigas sonrió:
«Te creo, querida. Vi cuando los dos entraban en tu casa».

Marco Denevi

Música – O como quedarse sordo en diez pasos

pilargalan3 Beethoven escribió diez óperas para piano. En la primera de ellas empezó a sentir un zumbido en el oído derecho. Apenas le dio importancia.
En la segunda, el zumbido se pasó al oído izquierdo, pero solo como una ligera molestia.
En la tercera, comenzó a oír el ruido del mar.
Así hasta la novena.
En la décima se quedó sordo del todo.
Aún así, fue un gran músico. Como no podía tocar de oído, se tomó la molestia de aprender solfeo.
Murió. No precisamente de sordera, que como todo el mundo sabe no es mortal, pero sí muy molesta para un músico.

Pilar Galán

El apóstata arrepentido

Augusto Monterrosod Se dice que había una vez un católico, según unos, o un protestante, según otros, que en tiempos muy lejanos y asaltado por las dudas comenzó a pensar seriamente en volverse cristiano; pero el temor de que sus vecinos imaginaran que lo hacía para pasar por gracioso, o por llamar la atención, lo hizo renunciar a su extravagante debilidad y propósito

Augusto Monterroso

Tango del lobo

eugenio mandrini32 Primero faltó a la cita la niña de la caperuza roja.
Después, un eclipse oscureció la luna y debió morderse el aullido.
Por último, la manada lo declaró nada feroz, por esas gotas de soledad que le apagaban los ojos, y fue desalojado del bosque.
Hoy lame zapatos en la ciudad y en invierno busca el abrigo del sol como una abuela.

Eugenio Mandrini

Del apócrifo Evangelio de San Pedro (IV, 1-3)

iwasaki «Salió de Betania el señor en dirección a Jerusalén, víspera de Pascua, mientras una multitud de judíos rodeaba la casa de Marta y María por ver a Lázaro, a quien Jesús resucitó de entre los muertos. Pero Lázaro sufría en silencio y nunca habló de lo que vio durante los cuatro días y cuatro noches que estuvo con Abraham en su seno, aunque sus hermanas sabían que no dormía ni comía. Y estando Judas Iscariote recogiendo la esencia de nardos que quedó después de ungir los pies del Señor, fue llamado por Lázaro, quien le dio treinta monedas de oro. Y entonces Judas partió a Jerusalén».

Fernando Iwasaki

Foto de achivo

david_lagmanovich_jmv Un fotógrafo del periódico había tomado esa fotografía años antes. Reflejaba el público asistente a un acto cualquiera. Allí estaba él, junto a una hermosa muchacha. La foto se perdió para siempre entre sus papeles, pero el recuerdo de la joven lo persiguió a través de los años. Las evocaba juntas, como si en su breve relación la foto hubiera sido el episodio decisivo.
No volvieron a verse. Los años trajeron muchas cosas: casamientos, divorcios, hijos, viajes, y hasta un exilio por motivos políticos. Por fin él regresó a la ciudad y se le ocurrió volver a ver la foto. Apeló a sus viejas amistades periodísticas y le autorizaron a buscarla en el archivo. Una empleada gentil le ayudó a ubicarla.
Cuando la encontraron comprobó que de la foto, casi desvaída del todo, había desaparecido la imagen de su antiguo amor, carcomida por la acción del tiempo. «Ahora no pasaría esto, porque las digitalizamos», le informó la empleada. Él devolvió la indiferente cartulina y se retiró del archivo sin hacer ningún comentario. ¿Por qué no había desaparecido también su figura? Sintió que había llegado el momento de morir.

David Lagmanovich