Las mormonas y otros cuentos

caballitos No puedo resistir el atractivo de las ferias. Con placer infantil, gozo el algodón azucarado, las manzanas cubiertas de miel, los terrones de anís. Gasto tres, cuatro horas jugando a la lotería de cartones. Casi nunca gano, pero lo excitante es la expectativa. El corazón casi se me va volando cuando amarro, es decir, cuando me falta un número para ganar. Un cinco de agosto gané una gorda de doscientos pesos. Recuerdo que las tres últimas figuras llegaron en carrera, según las fui llamando mentalmente. La muerte flaca y su gancho. El cantarito del agua helada. La mano que tienta y tienta lo que le tiene cuenta.
Entro a la carpa de la mujer serpiente, a los circos de malos payasos, a los toldos de las gitanas que predicen siempre viajes por barco, romances con mujeres celosas y traiciones de amigos íntimos. Me subo al gusano, a los carros locos, a la rueda de chicago. Me subiría también a los caballitos, pero la verdad es que temo las travesuras de los chiquillos y las burlas de los mayores.
Me conformo con verlos girar durante largo rato. En eso estaba cuando vi cabalgando en uno de los corceles del carrusel a una mujer vestida a la moda del siglo pasado: traje largo, estrecho en la cintura, sombrero de paja de anchas alas, ramo de violetas en la mano. Al principio supuse que la había imaginado, pero una vez y otra vez para borrarme las dudas. En una de las vueltas, su imperceptible sonrisa iba dirigida hacia mí. Esta vez, en lugar de un ramo de violetas llevaba un pañuelo que ondeaba discretamente, como si quisiera formular un mensaje. Cuando el carrusel se detuvo, no la vi bajar. Fue inútil buscarla. Se la había tragado la feria.
José María Méndez

Hasta el fin del mundo (amour fou)

manuel moya Al llegar a la curva de La Estafeta, nos lanzamos ciegamente hacia adelante, pero algo me decía que me volviera. No sé qué era ni por qué lo hice. Desde entonces todos se impusieron volverme a la carrera. Embestí a unos y a otros, y sentí a mi alrededor el acre olor del pánico. Había logrado remontar casi hasta la salida, cuando algo me dijo que estaba cerca, muy cerca de mí. Giré la cara, Dios, y era, era ella. Me molestó que también esta vez llevase el maldito cencerro, pero qué podía hacer, qué podía hacer, más que volverme sobre mis pasos y seguirla, Dios, seguirla hasta el fin del mundo.
Manuel Moya

De medio pelo

neus aguado Era un pelafustán, un pelagallos y un pelagatos, es decir, holgazán, vagabundo, pobre y tres veces despreciable.
El pelanas -sin que nadie lo supiese- era un pelantrín y en su pequeña hacienda cultivaba almendros para conseguir peladillas. Las cuatro perras que ganaba en este mísero negocio las gastaba en pelarse, siempre iba a un barbero distinto para no levantar sospechas.
Neus Aguado

Polemistas

Buenos_Aires_Pulperia Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra trara* no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito.
-Pago la copa para todos -le dice el santiagueño- si escribe trara.
-Se la juego -contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.
De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia:
-Clarito, trara.
Luis Antuñano

* Trara: Trípode de hierro

Ver y contar

maria c ramos La sirena nadó con desesperación y fue llamando a sus hermanas a medida que regresaba al fondo marino. Una vez junto al bosque de coral, cuando se creyó rodeada por sus iguales, contó lo que había visto. Seres sin cola de pez, desplazándose por la arena de la orilla, con extrañas membranas de color cubriendo partes de sus cuerpos. La descripción fue rica y minuciosa, sólo interrumpida por el acelerado ritmo de sus branquias. Nadie le creyó.
Como la joven insistía fue llevada a la corte de ancianos, quienes, con el fin de que sentara cabeza, la condenaron a escribir diariamente y con rigor de detalles lo que ocurría en un radio de media milla submarina.
Desde entonces, cada vez que salía a la superficie, disfrutaba del sol y, cantaba, pero con los ojos cerrados. No obstante, tenía sueños extraños. Soñaba con un ser sin cola de pez, que en la deseada orilla de arena estaba obligado a escribir una página triste, donde no tenían cabida las sirenas.
María Cristina Ramos

Matemáticas

enrique del acebo El uno se encontró con el otro, y se alegraron: eran dos para contarse. Llegó luego otro más, y los tres se hicieron amigos. Más de la cuenta.
Dos por tres se veían, los seis de cada mes. Ese día -6, infaltable cita- los tres se multiplicaban por agradarse mutuamente, contándose innumerables cosas hasta bien entradas las 18.
Pero una vez, en el habitual lugar de encuentro, se les sumaron otros y otros y otros más. Llegaron a ser mil y una noche fue cuando se convirtieron, para siempre, en cuento.

Enrique del Acebo Ibáñez

Un matrimonio

 Ella, ex mucama. El, ex chofer. Gente responsable, trabajadora. Se casaron hace muchos años. El ha conseguido un puesto de ordenanza en un ministerio. Esto les parece una canonjía. Tienen su casa. Podrían ser modestamente felices. «Voy a quitarme los anteojos», me dice ella, que ha venido a visitarme. «Sin los anteojos no veo nada.» Me habla de sus males, de sus desdichas de su marido. «Antonio es muy atento, es bueno con todos, pero conmigo no. Su hermana, que maneja una casa de mujeres, le calienta la cabeza. Y lo peor es que a él, con ese modo, ¿quién le resiste?
Las propias personas de mi familia se han puesto de su lado. Todos me hacen morisquetas. Antonio rompe mis vestidos -¡tiene una uñas!-, rompe mis anteojos, rompe la bolsa que llevo al mercado.
Si traigo del mercado tres bifes, uno desaparece. Antonio lo ha tirado. Si me alejo de la cocina un instante, la comida se estropea: Antonio ha puesto un pedazo de jabón en el guiso. Quiere que me vaya. Quiere echarme. Quiere que trabaje de sirvienta para las mujeres de la casa de su hermana. Pero yo no estoy dispuesta a perder mi casa. Es tan mía como suya. Antonio siempre inventa algo nuevo. Pone unos polvitos en la bolsa del mercado. Si la abro del lado izquierdo, me llora el ojo izquierdo. Espolvorea mí ropa tal vez con telas de cebolla, para que me lloren los ojos y quede ciega. Cualquier cosa puedo tolerar, menos quedarme ciega. Dice que vaya a la comisaría, que nunca le probaré nada. »
Está loca. La enloquecieron el marido y la cuñada. Casi todo lo, que dice es verdad.
Adolfo Bioy Casares

Ileso

alonso-ibarrola2-300x200 El autobús cayó, repleto de pasajeros, por un precipicio al perder su conductor el control del volante. Se hundió en las frías aguas de un torrente y pasaron varios días hasta que todos los cadáveres pudieron ser recuperados. En total: ciento cinco muertos v un superviviente que, milagrosamente, se salvó al ser despedido violentamente del autobús en el primer encontronazo. Un periodista le hizo una entrevista, la gente le felicitaba por su suerte v una «nueva vida se abría ante él…». Esto lo dijo el cura de su parroquia en la plática de la misa que su mujer ofreció en acción de gracias. Pasaron los meses, siguió trabajando en su modesto puesto de funcionario v murió, años más tarde, tras una larga y cruel enfermedad, lamentando su mala suerte.
Alonso Ibarrola