Cuando la Figura del Caballero cae tristemente derrotada por los implacables gigantes, su fiel (y condescendiente) escudero, propone:
—Señor, ¿queréis que los enfrente yo?
—Ni lo intentes, Sancho —responde aquél—. ¿Cómo podrías luchar contra tan bravos gigantes si, para ti, sólo son molinos de viento?
3.114 – Impuntualidad
Román les despertó como de costumbre, a las nueve. Después de tomar un baño y vestirse, bajaron al comedor. Los señores, que aún no sabían nada, vieron que no estaba puesto el desayuno. Esperaron unos minutos. Llamaron, registraron la casa y el jardín, pero no la encontraron. Entonces hicieron mil siniestras suposiciones. Cuando fue a calentarse el café, la señora de la casa descubrió sobre la mesa de la cocina un papel con letra clara y redonda: «Estoy colgada en la despensa. Suya, Rosa»
José Alberto García Avilés
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005
3.113 – La ruta natural
Tengo treinta y ocho años. Quince arriba, quince abajo, mis dos amantes se llevan treinta años. Yo soy un puente entre ellos. O una pasarela peatonal. Tienen cosas en común. Son casi una misma persona en dos momentos de su vida. Entre ellos no tengo edad. Se aprecian. Aunque no quieren saber más que lo justo el uno del otro. Como si tuvieran un acuerdo tácito de mutuo respeto. Si alguna vez coincidimos los tres con más gente, nos ignoramos amablemente. Casi evitamos mirarnos. Delatarnos. Somos un triángulo misterioso en la sombra. Un triángulo equilátero, o isósceles, tres momentos de una sola vida. No podría elegir entre ellos.
El mayor me ha insinuado que quiere casarse conmigo. Pelo entre rubio y cano. Pero le he dado largas. No pienso casarme. Y no ha insistido. Qué pena. El pequeño se disgustaría si me casara. El pequeño ama a su novia pero se aburre con ella. Dice que si sigue con su novia es porque me tiene a mí. Me alegra su desfachatez, la naturalidad con la que miente. Me gustan las venas abultadas de la parte interior de sus antebrazos. Frente despejada. Qué suerte tengo, me digo cuando le veo abrazar a su novia con esos brazos fibrosos tostados solo por arriba como las barras de pan.
Al mayor lo veo más a menudo. Me ha llevado varias veces de excursión por la sierra de Guara. Conoce la montaña. Me conoce bien. Nos reímos de todo el mundo. Hacemos fotos. Buscamos setas o mariposas raras, según la época del año. Inventamos palíndromos. Una vez follamos sobre el musgo y él dijo «Ah cipote meto picha», que es un palíndromo que le copió a un amigo suyo. Nos habíamos bebido una botella de Margaux a morro. Yo pillé pulgas ese día. Luego él se reía de mis picaduras en el culo. Su trabajo le tiene muy ocupado. Tiene escolta. Me llama una o dos veces por semana. Es un roble con magníficas piernas de coloso.
El pequeño también es guapo. Siempre que le llamo viene. No sé qué excusas le dará a su novia. Nunca nos desnudamos del todo. Conocemos nuestros complejos. Nos parecemos. Nos reímos de cualquier cosa. De nosotros mismos. Qué guapos somos, decimos por decir algo. Nuestros ojos se miran. Se reconocen constantemente como los ojos de los depredadores. No es solo amor. Es impudicia. Algo incestuoso. Imprescindible.
Sobre la pasarela. Ni pasado ni futuro. Ida y vuelta. Por delante y por detrás. Soy el eje de su simetría. Y espero que todo siga igual para siempre. «La ruta nos aportó otro paso natural», le contesté al mayor sobre el musgo cuando sacó el cipote de mi culo. Es un increíble palíndromo que le copié a un amigo que nunca querría ser mi amante.
Cristina Grande
Mar de pirañas- Ed.Menoscuarto – 2012
3.112 – Serpiente de cascabel*
Fue el mismo día que mi esposo, muy de mañana, me telefoneó diciendo que debía llamar cuanto antes a su papá para que me diera el dinero del rescate, porque de lo contr… y ahí se le entrecortó la voz. El mismo día que viendo despuntar la luna, aparecieron los tipos con el fueraborda y, tras negarme a entregárselo todo, amenazaron con cortarle el cuello a mi esposo antes de la media noche. El mismo día y la misma noche que yo te dije, chico, con esto tú y yo podríamos largarnos muy muy lejos de aquí, y tú me respondiste que si por un casual no estaría pensando en comprar la casita que vimos en aquella playa solitaria de Sumatra y yo te contesté, mientras te iba comiendo por todas toditas las partes, chico, me lo dice el corazón, de aquí a poco me convertiré en tu serpiente de cascabel y te tragaré entero, entero. El mismo día, ¿recuerdas? Y todo, zzshiiiiiii, zzshiiiiiiii, todo se ha ido cumpliendo.
Manuel Moya
Mar de pirañas- Ed.Menoscuarto – 2012
*Para Rocío y Rey
3.111 – Menos que cero
Jacobo Díaz pasó de puntillas por la vida. Su existencia fue un breve excurso sin más eco que unos vagos recuerdos, a menudo contradictorios, y quizá por ello falsos, en los que le rodearon. Sus compañeros de colegio no guardan memoria suya: aunque las listas de clase revelan que un Jacobo estudió con ellos, ninguno puede identificarlo en las pocas fotos que se conservan de esa época. Sus padres tampoco ofrecen mucha información: si bien también poseen algunas fotos que atestiguan la presencia de Jacobo, su principal recuerdo tiene que ver con los sustos que se daban cuando veían aparecer por la puerta a un desconocido que se empeñaba en llamarlos papá y mamá. Pero se muestran incapaces de rememorar nada más, quizá también porque Jacobo tuvo tres hermanos y los recuerdos se mezclan (preguntados sus hermanos, no son de gran ayuda: siempre pensaron que Jacobo era el hijo de unos vecinos). Tampoco dejó huella en su paso por la Universidad, de donde salió convertido en ingeniero agrónomo, como atestigua el título que cuelga de una de las paredes de su casa. De su madurez poco o nada se sabe. La muerte lo sorprendió hace una semana, pero ninguno de sus vecinos se apercibió de ello hasta que el olor a descomposición inundó el edificio: todos pensaban que el piso de Jacobo estaba vacío desde hacía años. Lo encontraron frente a un espejo agarrando con ambas manos un cuadro. Según indica una plaquita clavada en el marco, la pintura se titula «Autorretrato». Pero en ella Jacobo no aparece.
David Roas
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005
3.110 – Héroes
El héroe de la comarca, durante un raro acceso de lucidez, comprende que está solo como sólo los buenos pueden estarlo. Cada cual tiene una misión en la vida: la suya es salvar al prójimo. Fatalidad, no por brillante, menos urgente. El héroe sabe que su deber es dar con los malvados donde quiera que estén. Sale a la calle dispuesto a todo. Mira a un lado y a otro. Avanza, retrocede. Pero no divisa a nadie en apuros. La calle resplandece de serenidad. Las avenidas respiran verdor mientras los pájaros urden sutiles tramas en el cielo. Esto es intolerable, exclama el héroe.
Furioso, justiciero, el héroe consigue colarse en la prisión de la comarca, burlar la vigilancia y liberar a una docena de malhechores que, sin salir de su asombro, se dispersan y se ocultan velozmente en los rincones más oscuros. El héroe no cabe en sí de la euforia. Regresa a casa. Se sienta a esperar. No pasa mucho tiempo hasta que unos desgarradores gritos de socorro llegan a sus oídos. Entonces se incorpora de un brinco e, indignado, el héroe aborda la calle.
Andrés Neuman
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005
3.109 – En Suiza
Era una residencia cara y de prestigio. Quizá la más cara y la de mayor prestigio de Suiza. Todos los hijos de las familias más notorias de Europa recibían, en la misma, educación e instrucción. A su servicio figuraban un crecido número de sirvientes de ambos sexos, en su mayoría extranjeros. El último de los contratados, un joven turco de famélica figura, se esforzaba por agradar a la Dirección y complacer a los educandos. Limpiaba los retretes, servía los desayunos, recogía las pelotas con destreza en las pistas de tenis, llevaba los cestillos con provisiones en las excursiones por la montaña (a la hora del yantar se alejaba discretamente de los grupos y comía en solitario sus bocadillos), etcétera. Un día, en la clase de equitación, al estar uno de los caballos enfermo, como quiera que una niña de ojos azules y cabellos rubios se pusiera a berrear, al ver que quedaba en tierra y sus compañeros se alejaban en sus monturas, se ofreció a llevarla sobre sus hombros. La niña se divirtió mucho. El joven turco extenuado no pudo al día siguiente servir los desayunos.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/
3.108 – Página en blanco
3.107 – El aguafiestas
3.106 – Historia de la basura
Todos los días, mientras desayuno, pasa por delante de mi ventana el camión de la basura. Somos muy puntuales el camión y yo, cada uno a lo suyo. Yo lo contemplo con cierta melancolía, porque pienso en la historia de la basura y así, sin darme cuenta, doy un repaso también a mi existencia. No siempre se han depositado los desperdicios en bolsas de plástico. Cuando yo era pequeño, el cubo se forraba por dentro con papeles de periódico. Pero era un arte hacerlo de tal manera que al volcarlo salieran las inmundicias formando un solo cuerpo. Cada uno lo volcaba donde podía. Cerca de mi casa había un descampado donde yo iba a vaciar el nuestro y a espiar a una huérfana, una trapera, que iba a ver si se nos escapaba entre las porquerías algo de valor. En aquellos tiempos una monda de naranja podía ser un tesoro. Pero como yo estaba enamorado de la huérfana, a veces metía entre las cáscaras una naranja entera, la de mi postre. Mi postre era verla reír.
Luego, un día, llegaron a casa unos señores de uniforme que le hicieron firmar a mi padre unos papeles. En la comida me enteré de que en el futuro se haría cargo de la recogida de basuras un camión del Ayuntamiento. Recuerdo que mi padre elogió mucho aquel avance; según él, el progreso se notaba en cosas así. Nos explicó que en Suecia las autoridades recogían por la mañana las inmundicias domésticas para incinerarlas por la tarde. A mi me habían contado esa semana en el colegio que en Suecia la gente se suicidaba mucho, porque no era feliz a pesar del nivel de vida, así que decidí que también yo me daría un tiro si el precio el progreso consistía en no volver a ver nunca a mi huérfana.
Desde entonces siempre pensé que era el Ayuntamiento el que se hacía cargo de la recogida de las basuras. Y resulta que no: esta semana me he enterado de que lo hace una empresa privada llamada Fomento de Construcciones y Contratas que, para más señas, es de las hermanas Koplowitz. La verdad es que me he quedado perplejo: no podía imaginar que Alicia y Ester vivieran de la recogida de basuras, igual que la niña aquella de mi infancia. Pensé que los Albertos las habían dejado en mejor situación, o que les pasarían al menos una pensión digna. Y no se han conformado con reducirlas a esa condición: según leo en el periódico, han intentado quitarles también el humilde negocio de las basuras. O sea, que el Ayuntamiento sacó recientemente a subasta la cosa, y ellos presentaron una propuesta para hacerse con el negocio. Afortunadamente, por una vez ha triunfado la justicia y las hermanas Koplowitz se han hecho con el contrato. El trabajo es muy duro, pero eso les permitirá vivir dignamente, sin tener que pedir nada a nadie.
Para mí, en cierto modo, esto ha sido como regresar a la infancia. Ahora, por la mañana, mientras contemplo por la ventana el camión de la basura, me acuerdo de aquella niña huérfana y me hago la fantasía de que ha crecido, convirtiéndose en dos. Esto no es raro: hay mucha gente que se divide cuando crece. Lo raro es volver a vivir con esta intensidad la infancia. El cubo de la basura ha cobrado de nuevo un significado especial. No se me ocurre tirar en él cosas húmedas, qué asco. Y los cartones de leche desnatada los friego con Fairy antes de deshacerme de ellos, igual que los envases de yogur. En fin, procuro que mi basura esté muy limpia para que Alicia y Ester no le hagan ascos. Y de vez en cuando, si ando bien de dinero, meto dentro un regalo, no una naranja, que hoy día una naranja la tiene cualquiera, sino un libro de poemas encuadernado en piel, o un perfume. Detalles. En cuanto a los posos del café, me los como porque oscurecen mucho la basura.

