3.125 – Nuestro

leon_de_aranoa  Juntos fundamos un país al norte, al que llamamos Nuestro. En él fuimos los reyes y los súbditos, abolimos la noche y el miedo, decretamos la risa y el juego. Declaramos prohibidos los lunes y las estatuas ecuestres, derogamos los paraguas, se rindió culto al postre. Pusimos a nuestro nombre las nubes, las tormentas de verano y el roce perfecto de las sábanas limpias.
Nadie podía madrugar en Nuestro. La población permanecía en la cama hasta bien entrado el día.
Entonces llegaron los otros. Aparecieron de noche, sin aviso ni delicadeza. Se quedaron con nuestro país, y lo llamaron Suyo.
Soy, desde entonces, un pueblo errante.

Fernando León de Aranoa
Aquí yacen dragones. Seix Barral, Biblioteca Breve.2013

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3.124 – Experimentos de choque

millas23   Llevo varios días siguiendo una noticia sobrecogedora, según la cual el Instituto de Medicina Legal de la Universidad de Heidelberg ha venido utilizando cadáveres de adultos y niños para simular accidentes de circulación y mejorar así el diseño de las sillas infantiles y de los cinturones de seguridad. Cogían un muerto, lo metían en un Opel, un Ford, un Volkswagen o un Mercedes, según su status social, supongo, y hacían que el coche se estrellara contra una tapia. Luego sacaban el cadáver y le contaban el número de costillas rotas.
Los responsables del Instituto, que se han apresurado a confirmar la veracidad de esta información, han señalado también que gracias a estos experimentos se han salvado muchas vidas. Por lo visto, un catedrático de Teología y Ética de la Universidad de Tubinga, un tal Dietmar Mieth —doy su nombre para que nunca se confiesen con él—, ha defendido esta práctica porque va en beneficio de la seguridad de millones de conductores. Y, en Washington, un tal George Parker —digo cómo se llama para que a nadie de ustedes se le ocurra ir a morir en sus brazos—, afirmó que se necesitaban este tipo de experimentos para saber con exactitud qué partes del cuerpo se dañan, y en qué modo, cuando estrellas un coche contra un muro de la vergüenza a cien por hora.
Yo ya aviso que prefiero morir por llevar un cinturón imperfecto a salvarme a costa de maltratar a un cadáver, incluso aunque se trate de un cadáver completamente muerto. Con los difuntos no se juega. Que usen maniquíes; ya sé que los muñecos no resultan tan excitantes como un cuerpo de verdad, aunque sean capaces de hacer pis y de llorar, como los de la señorita Pepis, pero también tienen su corazoncito. Por ejemplo, dicen los expertos en accidentes que el muñeco más avanzado para esta clase de experimentos de choque, el Hybrid III, pese a su perfección, no se comporta aún como un muñeco humano. No me extraña, hay que tener mucho estómago para querer ser como nosotros.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.123 – Conga

Ruben Abella  Es sábado de Carnaval.
Delfín y Eloísa se disfrazan de Mazinger Z y Afrodita A y van a divertirse a Las Vistillas.
Bailan. Ríen. Beben. Cantan.
Arrastrados por el bullicio, se unen a congas distintas y se pierden el rastro. Siguen la fiesta cada uno por su lado, hasta que, pasada la medianoche, vuelven a encontrarse en el Tinto Bar.
—Vamos a casa, diosa mía —dice Delfín, con la voz hecha deseo.
Por el camino se abrazan, se acarician, se besan. Están tan ansiosos, que al llegar caen enredados en la cama y hacen el amor sin quitarse los disfraces.
Por la mañana a Delfín lo despierta el ruido de las llaves hurgando en la cerradura. En la mitad vacía del lecho hay una nota con un número de teléfono y un mensaje: «Llámame cuando quieras. Por cierto, me llamo Bárbara».

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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3.122 – Caso cerrado

javier-alonso-garcia-pozuelo  Nunca supe quién mató a la chica del supermercado. Papá se quedó sin trabajo y tuvimos que vender hasta los libros. Unos meses después me enteré de que la novela estaba en una de las bibliotecas municipales de mi ciudad, pero, por consideración a mi padre, decidí no reabrir el caso hasta que él recuperase su trabajo.
Ahora, mientras la tierra se traga su ataúd, sólo puedo pensar en que ya nunca sabré quién mató a la chica del supermercado.

Javier Alonso García-Pozuelo

3.121 – Mitiline

 espejo-teca-lavada  –“¡Al fin solas!”
–“¡Al fin solas!”, dijo ella también a su simétrica manera. Y sin más preámbulo comenzó a desnudarse cálida y serenamente, disfrutando cada movimiento previo a aquel acercamiento en que, con inmenso placer, accedió a acariciar lenta, muy lentamente, su imagen en el espejo.

Miguel Ramírez Macías

3.120 – Un desencuentro

a_m_SHUA 11  Se conocieron en verano, cuando los dos eran viejos. Quizás por eso él pudo creer que su amor por ella era mejor o diferente. Ella sostenía la taza de té con tanta elegancia que parecía ingrávida en su mano, como si levitara y el creyó que la quería por eso, por cosas así.
Cuando la vio desnuda, frágil, arrugada, con la piel de los brazos colgando y el sexo casi calvo, no pudo desearla y eso acentuó su sensación de un amor ideal, desesperado. Pero ella era mujer y no se sentía diferente de su propio cuerpo ni creía en un amor que no fuera capaz de incluirlo.
Se separaron jurándose correspondencia y reencuentro, pero nunca se volvieron a ver. El murió primero y sus hijos encontraron un enorme y extraño paquete de cartas: ella le había enviado durante años sobres de colores que contenían solamente hojas en blanco.

Ana María Shua
Cazadores de letras. Ed. Páginas de Espuma.2009

3.119 – Espiral

Enrique Anderson Imbert2   Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.

Enrique Anderson Imbert

3.118 – Ofuscación

alonso ibarrola   He perdido mi empleo. Después de veinte años trabajando en la misma empresa me han despedido. Un despido fulminante. Y todo por un momento de ofuscación, sí, ofus-ca-ción, ésta es la palabra exacta, la palabra que pronuncié ante el director general. Pero fue inútil. Ella chilló, gritó como una histérica. Todo lo eché a perder en unos segundos, la estima de mis compañeros, la consideración de mis jefes. Veinte años de puntualidad y eficacia echados por la borda. ¿Han sido injustos conmigo? Algunos aseguran que sí, que debería ir a los tribunales, que la razón está de mi parte… Pero si voy a los tribunales, los periodistas podrán enterarse de todo y publicarlo. Y aunque pusieran —que no lo harían, estoy seguro— solamente mis iniciales, mi mujer y mis hijos terminarían por enterarse. Quizás, si el juicio se celebrara a puerta cerrada…
Pero seguro que se oiría todo desde fuera. Porque a ella, a la muchacha, le dirían que lo contara todo. Y lo contaría, y chillaría nuevamente. Porque chilló muchísimo. Esa muchacha tiene un grito agudo, penetrante, me consta. Logró que acudiera todo el personal. Ella estaba en el servicio, en los servicios de mujeres, y yo en el de hombres. ¿Qué me impulsó a subirme encima de la taza del inodoro y mirar por la cristalera, al otro lado? No sabría explicarlo jamás… Era la primera vez que lo hacía. Y ella chilló, chilló mientras trataba de bajarse la falda cuando descubrió mis narices aplastadas en el cristal. No sucedió nada más, doctor, se lo juro. ¿Cómo me ganaré la vida de ahora en adelante? No tengo valor para permanecer en una esquina, con el brazo extendido y la mano abierta, solicitando una limosna.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.117 – Centrifugado

carmela greciet2   A través de esa red global de comunicaciones que une todas las lavadoras del mundo por sus desagües, el auxiliar de justicia Ernesto Sánchez, que disfrutaba de baja maternal —repartida con su mujer a partes iguales—, entró en contacto con María do Calvairo, prostituta de un barrio de Sao Paulo. Se conocieron cuando Ernesto, una mañana, preparaba la colada de ropa de bebé blanca y María echaba a lavar en medio de la noche sus sábanas de seda falsa, rito éste que la apaciguaba una vez que el último cliente se marchaba.
Salvo alguna discusión con su mujer debido a que la ropa del bebé cada día tenía peor color —a fuerza de lavarla en programas cortos, para así tener la lavadora el menor tiempo posible ocupada—, el matrimonio de Ernesto no sufrió mayor descalabro, y ello a pesar de que su relación secreta con María do Calvairo fue muy apasionada: se avisaban con unos golpecitos de tam-tam en el tambor de lavado cuando ambos tenían vía libre, y las horas siguientes las pasaba Ernesto apostado en las fauces abiertas de la lavadora con la torpeza de un domador principiante, diciéndole a María ora melindres ora obscenidades… Pero un buen día al funcionario se le acabó la baja y aquel amor también hubo de acabarse. Desde entonces a Ernesto los lamentos húmedos del motor de la lavadora se le antojan ronroneos cálidos y no digamos ya si está centrifugando: entonces no puede evitar imaginarse a María do Calvairo llegando al orgasmo.

Carmela Greciet
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005

3.116 – Tormento de un marido engañado

MarcoDenevi34   Palacio real de Tebas. Medianoche. Alcmena, desvelada, mira el cielo raso del dormitorio. Su marido, Anfitrión, anda lejos, guerreando con el enemigo de turno.
Lenta, silenciosa, la puerta se abre y aparece Anfitrión. Bien, no es Anfitrión, es Júpiter que ha tomado la figura de Anfitrión. En ayunas de la superchería, Alcmena se levanta, corre a abrazarlo.
—¡Has vuelto! Señal de que terminó la guerra.
—La guerra no terminó —dice él mientras se despoja del uniforme—. Me tomé unas horas de licencia para estar contigo. Pero al amanecer debo irme.
—¡Qué gentil eres! —gorjea Alcmena.
—Basta de conversación. Vayamos a la cama.
Júpiter es un dios, el más libertino de todos y el más sabio en cuestiones amatorias. Cuando a la madrugada se despide, Alcmena no lo saluda porque todavía boga, sonámbula, por el río de la voluptuosidad.
Se comprende que el verdadero Anfitrión, a su regreso, sufra: por más que se empeñe en complacer a Alcmena, ella tendrá el rostro siempre crispado en un rictus de nostalgia y de melancolía.
Cualquier otra mujer, en su lugar, se habría mostrado exigente y después desdeñosa, y recordando los esplendores de la noche jupiterina le habría gritado finalmente a Anfitrión: «Ya veo. Se te agotó pronto el vigor».
Pero Alcmena es una criatura delicada y honesta que hasta el fin de sus días atormentará a Anfitrión con aquel triste semblante de esposa defraudada.

Marco Denevi