Tras meses de entrenamiento, el aprendiz logró ver al ángel atrapado en el mármol. Tomó el cincel y martilló hasta tener su figura bien definida, a unos milímetros de tocar su carne. Pero la piedra se agrietó. El ángel extendió sus alas, se sacudió los guijarros y emprendió el vuelo sin más.
–No te preocupes –lo consoló el maestro escultor–, a todos se nos escapa el primero.
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1.513 – El otro
Cambié por ella, para parecerme al hombre que siempre quiso ver en mí. Abandoné mis costumbres y me adapté a sus horarios, dejé de frecuentar amistades que a ella le molestaban. Ahora por las noches me busca melindrosa, se acerca a soplarme detrás de la oreja para que me disuelva, para mezclarme con ella y vaciarnos los dos en un nuevo organismo que nos acoja y nos contenga. Labios y brazos, piernas y sexos enroscados formando parte de una sola criatura de movimiento suave y jugoso. Busca inútilmente aquello que conseguíamos cuando yo era yo.
Araceli Esteves
Fisuras en el aire, Eugenio Cano editor, Madrid, 2013, 144 páginas.
1.506 – Dice un tratado…
1.499 – Las cuentas claras conservan la amistad
Dos escritores se conocen en la presentación de sus respectivos libros. Dado que simpatizan de inmediato y ambos ignoran la obra del otro, acuerdan no leerla para prevenir que un eventual juicio desfavorable enturbie su naciente amistad. Los dos cumplen su promesa y, por ello, su estima mutua se afianza cada vez más hasta el final de sus días.
Carlos Vitale
Por favor, sea breve 2. Edición de Clara Obligado. Ed. Páginas de espuma. 2009
1.492 – Carpetas
Cuando Elisa pidió a su esposo, el día del aniversario de su boda, la opinión sobre aquellos quince años pasados juntos, a Juan le fue totalmente imposible volver de aquel lejanísimo tiempo, en que preguntas como aquella hubieran podido tener algún sentido. De aquel lugar casi prehistórico de su memoria, en que constató y asumió como una calamidad más de su vida, que vivía, y que probablemente viviría por el resto de sus días, con una perfecta extraña. Elisa miraba a Juan volviéndose a medias desde el fregadero. Era obvio que esperaba su respuesta. Él, venciendo un súbito e intenso ataque de terror, se levantó precipitadamente de la mesa en que comía, alegando haberse olvidado unas carpetas dentro del coche. Cuando Juan volvió, Elisa ya no recordaba en absoluto que hace unos pocos minutos era una esposa junto a un fregadero, esperando una respuesta.
Julia Otxoa
Por favor, sea breve. Edición de Clara Obligado. Ed. Páginas de espuma. 2001
1.485 – Decorados
En aquellos días, los desesperados, que eran los más, se arrojaban de ventanas y balcones, ante la inminente llegada del juez, que por impago de sus hipotecadas casas, ejecutaba de inmediato su desahucio.
De este modo, la justicia para hacer cumplir la ley caminaba sobre cadáveres, en una ciudad de aspecto lunar en la que la autoridad había dado orden de colocar maniquíes en las terrazas de las cafeterías y en las butacas de cines y teatros para lograr un cierto aire de normalidad, una vaga sensación de regreso a los luminosos días del pasado y la abundancia.
Julia Otxoa
http://nalocos.blogspot.com.es/2013/03/julia-otxoa.html
1.478 – La tatarabuela Felicia
La tatarabuela Felicia fue la mujer más mujer de la familia.
Era muy inteligente y bella según los cuentos del tío Ramón Enrique y un retrato que cuelga en la sala.
Un día, en medio de una de las tantas guerras y revoluciones que hubo en el país en los últimos años del siglo XIX, unos soldados pasaron por la casa de la familia y, como los hombres no quisieron incorporarse a su ejército, decidieron matarlos.
Antes de hacerlo, los soldados les dijeron a las mujeres de la casa que podían irse con lo que llevaran encima, que con ellas no se meterían.
Por idea de la tatarabuela Felicia, cada mujer salió cargando a su marido, a su hermano, a su padre o a su hijo y entonces los soldados se quitaron las gorras, se rascaron las cabezas y se fueron para siempre con las caras rojas y los corazones chiquiticos.
Armando José Sequera
La otra mirada.Antología del microrelato hispánico. Ed. Menoscuarto.2005
1.471 – Lejanías
No hay demasiada gente y puedo ver con claridad a la mujer desde el mismo momento en que entra en el vagón. Hay algo raro en sus ropas y en su actitud. Cubre su cabeza con una pañoleta oscura, las puntas atadas en la nuca, y los hombros con una toquilla parda. Salvo por los zapatos deportivos, parecería una campesina de otra época. De uno de sus hombros cuelga una especie de zurrón, y lleva en una mano un vaso de plástico, mientras enarbola en la otra un objeto que no puedo distinguir todavía.
Con voz aguda, trémula, y con aire de súplica, la mujer inicia una larga parrafada, en que sólo se entienden dos palabras, una que se parece a «señores» y otra que habla de alguna parte de la Europa del sur oriental. Algunos pasajeros buscan monedas en los bolsillos y las depositan en el vaso de la mujer. Cuando está más cerca puedo ver que el objeto que presenta es la fotografía de un grupito de personas.
Entonces percibo un movimiento en la mujer que va sentada a mi lado, y me encojo con gesto instintivo, imaginando que ha movido sus brazos para buscar en su bolso alguna limosna con destino a la exótica pedigüeña. Mi vecina lleva un bolso de lona viejo y viste un abrigo bastante raído.
Sin embargo su gesto no indicaba ninguna búsqueda en su bolso, sino un movimiento del cuerpo, el de ponerse en pie. Lo hace, y casi al mismo tiempo empieza a dar voces rabiosas, en un idioma también desconocido, dirigidas a la mujer que viene por el pasillo con su vaso de plástico y su fotografía. La otra se queda quieta, atónita, pero enseguida responde a las imprecaciones de mi vecina con gritos destemplados. Separadas por un pequeño espacio, ambas mujeres se gritan, se recriminan, tal vez se insultan, en esa lengua extranjera, incomprensible.
El metro se ha detenido en una estación y, como si la parada marcase la culminación de una crisis, las mujeres se callan, se miran, y de repente echan ambas a llorar, una frente a la otra, con largos gemidos la mendiga, con hondos sollozos mi vecina, mientras el resto de los pasajeros, sin comprender nada, sentimos pasar a nuestro lado el ángel de la desolación.
José María Merino
1.464 – Elogio de la iniciativa privada
Jesús te mira. Vayas donde vayas, sus ojos te siguen.
La tecnología moderna ayuda al hijo de Dios a cumplir sus funciones de vigilancia universal. Tres capas de plástico polarizado, que bloquean sucesivamente el paso de la luz, le facilitan la tarea.
Allá por 1961 o 1962, una de estas imágenes de ojos corredizos llamó la atención de un periodista. Julio Tacovilla iba caminando por una calle cualquiera de Buenos Aires, cuando se sintió observado. Desde una vidriera, Jesús le había clavado los ojos. Retrocedió y la mirada de Jesús retrocedió con él. Se detuvo y la mirada se detuvo. Avanzó y la mirada avanzó.
Esta señal divina le cambió la vida y lo sacó de pobre. Poco después, Tacovilla voló a Port-au-Prince, y por medio de la embajada de su país en Haití consiguió una audiencia con el presidente vitalicio Papa Doc Duvalier.
Llevaba un gran cuadro bajo el brazo: -Tengo algo que mostrarle, Excelencia -dijo. Era un retrato del dictador. Los ojos se movían.
-Papa Doc te mira -explicó Tacovilla. Papa Doc asintió con la cabeza.
-No está mal -dijo, yendo y viniendo ante su propia
imagen-. ¿ Cuántos puede hacer?
-¿Cuánto puede pagar?
-Le pago lo que sea.
Y así Haití se llenó de miradas vigilantes y el inquieto periodista se llenó de dinero.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos. Siglo XXI -1989
1.457 – No entendía
No entendía por qué no podía aullar como los amantes de la pared de al lado. No entendía que, de tanto oírlos, había aprendido a aullar como los perros, y como los locos que se miran la garganta en los espejos, y como los trenes cuando pujan los vientos de la noche, y aún como Vallejo cuando le pegaban duro con un palo y duro también con una soga, y sin embargo, sin embargo no podía aullar como los amantes de la pared de al lado. No entendía por qué los aullidos de ellos resonaban tan armoniosos y los suyos tan monocordes. No entendía que los amantes de la pared de al lado aullaban en dúo, como Tosca y Cavaradossi, Aída y Radamés, Andrea Chenier y Madeleine de Coigny. No entendía que en los tenores solitarios la ausencia de soprano engendra sólo aullidos de dolor, es decir, de perro, de loco, de tren o de Vallejo. No entendía nada de aullidos de placer. No entendía nada de ópera. No entendía nada de amantes. No entendía.
