El agujero

Jordi Cebrian Él y su mujer fueron a vivir a la montaña hacía un par de años, y no volverían a la ciudad por nada. Una casa de madera en medio del bosque, cerca de un lago precioso, y mucho tiempo libre para dedicarlo a sus aficiones. Mientras paseaba solo, oyó unos gritos de auxilio, y corrió hacia allí. Un excursionista había caído en un agujero profundo, medio oculto entre hierbas, y no podía salir. “Espere”, le dijo, “voy a buscar ayuda.”
Al verle llegar, su mujer vió la alegría en su rostro, y sonrió. “Otro más”, dijo él, cogiendo la escopeta.

Jordi Cebrián

El móvil

jj millas2 El problema de comprarte un teléfono móvil es que luego no te llamen. El otro día me invitó a comer un viejo amigo que nada más sentarse a la mesa colocó sobre el mantel su teléfono con el gesto con el que un policía habría colocado su pistola o un matón sus atributos sexuales. Yo me asusté un poco al principio, aunque no le debía nada: habíamos quedado en aquel restaurante para recordar viejos tiempos y hacer un repaso amable a nuestras vidas. Luego, cuando nos sirvieron el vino y los aperitivos, intenté olvidarme del trasto, aunque no era fácil, pues estaba muy cerca de mi copa y parecía una cucaracha muerta.
En cualquier caso, quien no podía olvidarse de él era mi amigo, que cuando llegó el primer plato comenzó a mirarlo con odio, porque no sonaba. A partir de ahí, la comida se convirtió en una pesadilla, pues la tensión no dejó de aumentar. Uno no puede colocar un móvil sobre la mesa y que luego no suene sin sentirse profundamente humillado. El caso es que tengo una capacidad innata para hacerme cargo de las humillaciones de los otros, así que comencé a pasarlo peor que él. Cuando nos sirvieron el postre, habría dado todo lo que tengo porque el teléfono sonara, pero tengo muy pocas cosas y no sonó. Mi amigo estaba verde. Entonces llegó el café y se me ocurrió una idea: le agradecí que hubiera desconectado el teléfono para que pudiéramos hablar con tranquilidad. Aquello no sirvió sino para aumentar su sensación de fracaso, pues era demasiado evidente que me había invitado a comer para mostrarme cómo despachaba asuntos urgentes a través de la cucaracha inalámbrica.
Al despedirnos, se le saltaron dos lágrimas que atribuyó a la emoción de la despedida, aunque los dos sabíamos que lloraba porque no le habían llamado. No puedes comprarte un móvil si no tienes garantizado que suene seis o siete veces durante una comida: es muy humillante. Para solucionarlo, Telefónica tiene un servicio despertador que puedes programar para recibir una llamada tras de otra con intervalos mínimos de un cuarto de hora. No hay más que telefonear al 096 y marcar, con cuatro cifras, la hora a la que quieres que te avisen. Sale caro, pero es muy eficaz. Tomen nota.

Juan José Millás

Expeditivo

luisavalenzuela Estábamos cenando plácidamente en casa de los López Farnesi, tan agradables ellos, tan buenos anfitriones, cuando el desconocido empezó a contar su historia:
-Era un atardecer ventoso y no había alma alguna por la costa del lago. Yo avanzaba atento al vuelo de los patos y de golpe lo vi, al hombre ahí arriba tan al borde del acantilado. Un lugar peligroso, una pared a pico como de cuarenta metros de alto. Yo lo miraba a él, sorprendido, y él me miraba a mí. Pensé que era un guardia costero o algo parecido. De golpe la fina saliente de roca sobre la cual estaba parado cedió y el hombre se habría precipitado al vacío de no ser por unas ramas salientes a las que logró aferrarse en su caído. Quedó así bamboleándose sobre el vacío sin poder hacer pie en ninguna parte.
-¡Ay, qué espanto! -exclamaron las señoras.
-Entonces yo, ni corto ni perezoso, lo bajé -nos tranquilizó el desconocido.
-Menos mal -suspiramos aliviados-. Usted es un héroe, cuéntenos cómo lo bajó.
-Muy simple. De un balazo.

Luisa Valenzuela

Dulcinea

sandro centurion Entonces Dulcinea se vistió de princesa, escapó de sus padres y salió en busca de un príncipe para casarse. «Se ha vuelto loca», dijeron en la comarca.
Un tiempo después regresó en una carroza tirada por burros, casada con un hombre feo, gordo y vulgar.
– Es gobernador de una isla –  justificaba orgullosa Dulcinea a quien osara criticar su elección.

Sandro Centurión

Guía de extraviados

graciaarmendariz Ella y yo nos encontramos una noche en una cafetería. Nunca antes nos habíamos visto, y al poco tiempo ya vivíamos juntos. El piso no tiene más de cincuenta metros cuadrados, pero una mañana no nos encontramos a la hora del desayuno, como era habitual; tampoco en el comedor, sentados en nuestras sillitas de mimbre. Hace tiempo que no coincidimos. Ella habita entre el televisor y el dormitorio, y yo me siento tranquilo a la mesa de trabajo. Algunas noches, cuando todo está a oscuras, y nada parece perturbar la quietud de la casa, creo ver una luz en la ranura de la puerta. Quizá es ella, que trata de comunicarse conmigo por medio de sombras y contraluces. Entonces yo hago por llamar su atención desde el otro lado del pasillo y prendo fuego a mi papelera.
Juan Gracia Armendáriz

El origen del mundo

eduardo galeano2 Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
Pero papá -le dijo Josep, llorando-. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
Tonto -dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto-. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

Eduardo Galeano

Elementos de botánica

luisa-valenzuela2 En primera instancia eligió las más bella y dorada de las hojas del bosque; pero estaba seca y se le resquebrajó entre los dedos. Con la roja, también muy vistosa, le ocurrió lo contrario: resultó ser blandita y no conservó la forma. Una hoja notable por sus simétricas nervaduras le pareció transparente en exceso. Otras hojas elegidas acabaron siendo demasiado grandes, o demasiado pequeñas, o muy brillantes pero hirsutas, ásperas o pinchudas.
No debemos compadecer a Eva. Pionera en todo, fue la primera mujer en pronunciar la frase que habría de hacerse clásica por los siglos de los siglos: «¡No tengo nada que ponerme! »
Luisa Valenzuela

Foto Ágora de Atenas

pilar galan5Han pasado diez años y diez kilos desde entonces. Agosto se reflejaba en todas las columnas y las cigarras hacían vibrar las hojas de los olivos. Aunque aparezco sola, el mundo entero estaba de vacaciones, nos rodeaban los autobuses y apenas había tiempo para contemplar nada. En la fotografía se respira una tranquilidad inexistente. A ambos lados los turistas esperaban para no interrumpir igual que hacíamos nosotros a cada paso, pero qué importaba. Estaba cumpliendo un sueño, conocer el lugar donde se había hablado el idioma que yo enseñaba. Disfrutaba simplemente estando allí, recordando el Ágora leído, cerrando los ojos para no ver el Partenón invadido de bárbaros. La mochila estaba llena de recuerdos, sobre todo hojas de laurel. Acabábamos de visitar Delfos y yo había formulado un deseo en cada piedra, sin prestar atención a quienes se quejaban del calor y la monotonía de las ruinas. Aún no había cumplido los treinta y sentía que me quedaban demasiadas cosas por hacer y que Grecia no era más que el principio de un largo viaje sin renuncias, sin escalas, soltando lastre. Ahora ya no enseño griego, y el viaje me devolvió a una Ítaca feliz, en la que acuno a mi hijo con cuentos sobre Delfos. He de decir que el oráculo atendió todas mis peticiones, eso sí, de la forma particular en que los dioses complacen a los humanos. No en vano, además de inmortales, son mucho más sabios y suelen reírse de nosotros. En definitiva, el hombre no es más que el sueño de una sombra.

Pilar Galán

La espera

david_lagmanovich_jmv No sé si vendrás. Habíamos quedado en tomar una copa en este café, donde tantas veces lo hicimos antes, pero aun así dudo de tu llegada. Me hubiera gustado ver otra vez contigo la plaza del Mercado desde estos ventanales del piso superior, en el momento preciso -ahora inminente- en que comience a desplomarse la lluvia sobre el empedrado. Nada de eso será posible, porque te has quedado inmóvil en un rincón de tu propia morada, pensando en la lluvia, en los cristales que nos separaban de la plaza del Mercado, en el sobresalto que en aquel tiempo te causaba el venir hacia mí.

David Lagmanovich