Dicen que cada uno de nosotros tiene un sosias en alguna parte. Yo encontré al mío una mañana de invierno, mientras paseaba tranquilamente por las Ramblas. Al verlo en la distancia, tuve por un instante la sensación de haberme desdoblado, pues era idéntico a mí hasta en el más minúsculo detalle. Lo seguí y averigüé dónde vivía. A partir de ese día, empecé a maquinar un plan. Dos meses después lo esperé en el portal de su casa y le invité a subirse a mi coche. No dudó en hacerlo, maravillado al verse frente a una copia exacta de sí mismo. Le propuse dirigirnos a mi chalet, en Sitges. Mientras recorríamos las abruptas costas del Garraf, hablando de los jocosos malentendidos que podría originar nuestro extraordinario parecido, detuve el coche en un mirador so pretexto de contemplar el paisaje. Él no sospechó nada. Estaba comentándome la belleza de aquella puesta de sol -el cielo había adquirido un extraño color cárdeno- cuando le asesté un golpe en la cabeza. Cayó al suelo, inconsciente. Lo senté en el asiento del conductor y empujé el coche hasta precipitarlo por el acantilado. Ahora, todo el mundo me cree muerto. Por fin podré empezar una nueva vida. Lejos, muy lejos de aquí.
Categoría: Manuel Moyano
2.398 – Vecino *
La primera ocasión en que llamó al timbre fue para pedir un puñado de sal. Debí haberle dicho que no en aquella ocasión, pero fui incapaz de anticipar el peligro. Luego, se animó a reclamar otros favores: unas hojitas de laurel, pilas para su despertador, un paquete de arroz, una corbata estampada, agua destilada para la plancha. Mi mayor error fue permitirle ver un partido de fútbol en el televisor de nuestro salón. Tampoco debí consentir que besara a Claudia en mi presencia. Ahora, es él quien duerme en mi propia cama. Con ella. Por el momento, aún me dejan pasar la noche en el balcón.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
*A José Miguel Belando
2.377 – Laconismo
2.322 – Dulce Amanda
Nos confinaron a todos en una mazmorra oscura durante meses. Lo único que nos daban era agua. Para sobrevivir, nos vimos obligados a devoramos los unos a los otros. A1 final, tan sólo quedé yo. En un inesperado gesto de clemencia, me permitieron abandonar la cárcel y regresar a mi vida normal, pero no conseguí habituarme al sabor de las comidas que cocinaba mi dulce Amanda… Sé que eso no atenuará ante los jueces la abominación de mi crimen.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
2.311 – Fan
Parecía imposible, pero Elvis se encontraba allí, delante de mí, haciendo cola en la caja de aquel supermercado. Aunque iba camuflado con unas gafas de sol y una enorme barba gris, hubiera reconocido su rostro incluso bajo un pasamontañas. Le seguí hasta los aparcamientos y, mientras vaciaba el carro de la compra en su maletero, lo abordé. Naturalmente, negó ser Elvis, pero yo le arranqué la barba de un tirón. Como imaginaba, era postiza. «Entonces, no es una leyenda», exclamé. «¡Estás vivo!» Esa noche bebimos hasta hartarnos. Elvis lo pasó en grande, e incluso interpretó algunos compases de Love me tender, aunque, por la edad, ya desafinaba un poco. Cuando empezó a amanecer, me mostró una navaja medio oxidada que guardaba en su cazadora y me pidió disculpas por tener que matarme, ya que -explicó- necesitaba salvaguardar su incógnito. Le aseguré que lo comprendía, y que, para mí, el haber compartido una velada con él ya justificaba toda una vida. Mi cadáver se pudre ahora en una solitaria cuneta de Oregón, es cierto, pero cuántos querrían haber estado en mi lugar.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
2.291 – Origen del mito
Ejerciendo de médico en las tierras del Norte, fui reclamado una noche de tormenta para atender un parto. En aquel lugar dejado de la Providencia se han visto muchas cosas extrañas, y no me sorprendió que el recién nacido tuviera cabeza de becerro. Recomendé ahogarlo con un almohadón, pero a los padres les faltó valor. El varón creció y, mucho tiempo después, habiendo ya cumplido los quince años, vino a visitarme. Me llamaba «buen doctor», pero había en sus palabras un velo de amarga ironía. Yo no podía apartar la vista de sus astas de toro. «He sabido por mis padres que usted les aconsejó matarme», dijo. «Así es», respondí con todo el aplomo de que fui capaz, pues temía que su propósito fuera vengarse por ello. «Debieron hacerle caso», fue lo único que le oí mugir mientras abandonaba mi consulta. Luego supe que, antes de venir a verme, había corneado a sus progenitores hasta la muerte. También me dijeron que huyó al monte, y que allí construyó una casa de largas e intrincadas galerías para recluirse en su interior. Pero ésa es otra historia.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
2.038 – Ocaso de un imperio
Swift inventó el país de Liliput, poblado por hombres diminutos, y Tomás Moro la isla de Utopía, cuya capital es Amauroto. Yo también me dedico a inventar lugares imaginarios. Sin ir más lejos, ayer dibujé un círculo con guijarros en el patio y lo nombré Imperio de Chu. Chu es un país árido, sembrado de agujas de pino y habitado sólo por hormigas. Más allá de sus fronteras se extienden parterres con begonias y crisantemos, y también un sendero de grava que conduce hasta la verja de salida, esa verja que siempre permanece cerrada (al menos, para mí). Todos los imperios están condenados a desaparecer: esta mañana, el jardinero arrasó Chu al pasarle un rastrillo por encima. Como me encaré con él, las enfermeras decidieron inyectarme una nueva dosis de tranquilizante.
Manuel Moyano
Por favor sea breve 2. Ed. Páginas de espuma. 2009
1.735 – Despertar
El unicornio que lame cariñosamente su mejilla le hace despertar. Aún se siente azorado, pero, al abrir los ojos, contempla el familiar cielo de color púrpura, por el que vuelan criaturas con tres pares de alas, y el viejo árbol que da frutos de lapislázuli junto a su ventana. Las plantas cantoras alegran la mañana con su música. Comprende entonces, con alivio, que la ciudad gris, y la montaña de papel sobre una mesa, y el vehículo que circulaba por un túnel y la hembra que le llamaba imbécil al llegar a casa tan solo formaban parte de un mal sueño.
Manuel Moyano
Mar de pirañas. Menoscuarto Ediciones. 2012
1.681 – Vórtice
Como yo comentara que las ardillas habían proliferado mucho en aquel parque, el mendigo que compartía mi banco dijo que él podía mostrarme el porqué. Empezó a caminar sobre el césped y me conminó a seguirle. Llegamos al pie de un jacarandá. «Ahora dijo hay que andar seis pasos en dirección a aquella papelera.» Lo hicimos. «Éste es el punto exacto. Deme cualquier objeto que tenga a mano», pidió. Le pasé un bolígrafo que llevaba en la chaqueta. Él lo dejó caer y, un centímetro justo antes de tocar el suelo, el bolígrafo se desvaneció en el aire. «Espere, esto no es todo», añadió. En cuestión de segundos, aparecieron cinco bolígrafos en aquel mismo punto, como regurgitados de la nada. «Cada vez que una ardilla pasa por aquí explicó salen cinco». Repetí la prueba con un guijarro y comprobé que, acto seguido, se quintuplicaba. «Este viejo es irremediablemente idiota me dije para mis adentros; bastaría con que empezase a arrojar ahí las limosnas que recibe, y en poco tiempo se haría rico». Fingí no sentir especial interés por el asunto pero, al caer la noche, regresé con un fajo de billetes de cien. Para mi desdicha, los empleados municipales habían retirado la papelera que servía de referencia. Tampoco he vuelto a ver al mendigo que me impuso esta condena. Desde hace treinta años acudo todas las noches aquí para examinar el césped, palmo a palmo, brizna por brizna.
Manuel Moyano
Mar de pirañas. Menoscuarto Ediciones. 2012
1.126 – El escapista
Un mago no debería revelar sus trucos, pero te diré que no es tan difícil hacer surgir panes de un cesto si éste dispone de doble fondo, y que unos simples tablones, convenientemente situados bajo el agua, bastan para hacer creer a cualquier iluso que es posible caminar sobre la superficie de un lago. En cuanto a aquel hombre cuyos ojos sané, jamás en su miserable vida había estado ciego: se llamaba Hulellah y obtuvo una buena recompensa a cambio de hacer su papel… Ahora, escúchame bien: los soldados no van a clavarme al madero; en realidad, me amarrarán las muñecas con tendones de cerdo y untarán mis brazos con la sangre de algún animal: les he pagado veinte denarios a cada uno por participar en el engaño. Previamente, tú deberás haber depositado agua y víveres en el interior del sepulcro. Luego, una vez que me hayan dejado allí, harás rodar la piedra que cubre la entrada para que pueda escapar. Procura que nadie te vea. Y recuerda esto, José de Arimatea: deberás hacerlo antes del tercer día.
