Dicen que cada uno de nosotros tiene un sosias en alguna parte. Yo encontré al mío una mañana de invierno, mientras paseaba tranquilamente por las Ramblas. Al verlo en la distancia, tuve por un instante la sensación de haberme desdoblado, pues era idéntico a mí hasta en el más minúsculo detalle. Lo seguí y averigüé dónde vivía. A partir de ese día, empecé a maquinar un plan. Dos meses después lo esperé en el portal de su casa y le invité a subirse a mi coche. No dudó en hacerlo, maravillado al verse frente a una copia exacta de sí mismo. Le propuse dirigirnos a mi chalet, en Sitges. Mientras recorríamos las abruptas costas del Garraf, hablando de los jocosos malentendidos que podría originar nuestro extraordinario parecido, detuve el coche en un mirador so pretexto de contemplar el paisaje. Él no sospechó nada. Estaba comentándome la belleza de aquella puesta de sol -el cielo había adquirido un extraño color cárdeno- cuando le asesté un golpe en la cabeza. Cayó al suelo, inconsciente. Lo senté en el asiento del conductor y empujé el coche hasta precipitarlo por el acantilado. Ahora, todo el mundo me cree muerto. Por fin podré empezar una nueva vida. Lejos, muy lejos de aquí.
