Como yo comentara que las ardillas habían proliferado mucho en aquel parque, el mendigo que compartía mi banco dijo que él podía mostrarme el porqué. Empezó a caminar sobre el césped y me conminó a seguirle. Llegamos al pie de un jacarandá. «Ahora dijo hay que andar seis pasos en dirección a aquella papelera.» Lo hicimos. «Éste es el punto exacto. Deme cualquier objeto que tenga a mano», pidió. Le pasé un bolígrafo que llevaba en la chaqueta. Él lo dejó caer y, un centímetro justo antes de tocar el suelo, el bolígrafo se desvaneció en el aire. «Espere, esto no es todo», añadió. En cuestión de segundos, aparecieron cinco bolígrafos en aquel mismo punto, como regurgitados de la nada. «Cada vez que una ardilla pasa por aquí explicó salen cinco». Repetí la prueba con un guijarro y comprobé que, acto seguido, se quintuplicaba. «Este viejo es irremediablemente idiota me dije para mis adentros; bastaría con que empezase a arrojar ahí las limosnas que recibe, y en poco tiempo se haría rico». Fingí no sentir especial interés por el asunto pero, al caer la noche, regresé con un fajo de billetes de cien. Para mi desdicha, los empleados municipales habían retirado la papelera que servía de referencia. Tampoco he vuelto a ver al mendigo que me impuso esta condena. Desde hace treinta años acudo todas las noches aquí para examinar el césped, palmo a palmo, brizna por brizna.
Manuel Moyano
Mar de pirañas. Menoscuarto Ediciones. 2012