La profesora, en su casa, se dispuso a corregir los ejercicios de redacción. El tema impuesto era: «Un día cualquiera» y las alumnas quinceañeras en su totalidad, narraban con desesperada y monótona vulgaridad los actos cotidianos que configuraban su inocua e idéntica personalidad. Uno tras otro, la profesora, mecánicamente, corregía los ejercicios. Todas más o menos narraban lo mismo. Eso sí, el hecho no tenía importancia, porque se trataba de pulir el estilo y cuidar la sintaxis. Pero un ejercicio, de repente, le llamó poderosamente la atención. Aquel texto que estaba leyendo delataba, en su ingenuidad, una relación inconfesable. Aterrorizada, volvió a leer el ejercicio. No daba crédito a lo que leía. Apenas pudo dormir. Al día siguiente, aparentando naturalidad, rogó a la autora del ejercicio en cuestión que viniera su padre a verla. Cuando lo tuvo delante le mostró el ejercicio. Turbado y asombrado, negó lo escrito y lo achacó todo a la imaginación de su hija. La profesora, dudosa, dictó otro ejercicio al día siguiente bajo el tema: «Por qué amo a mi padre».
Categoría: Alonso Ibarrola
1.407 – Huelga de hambre
Decidió llevar a cabo una huelga de hambre. Había muchas cosas con las que no estaba de acuerdo. Vivía en una modesta pensión y era funcionario del Estado. En la oficina donde ejercía su trabajo no se atrevía a proferir protesta alguna. Pero pensó que en su habitación nadie podría impedírselo. La patrona le preguntó si se encontraba en sus cabales. Se sintió incomprendido. Al cabo de una semana totalmente desfallecido, fue recogido por unos camilleros, que lo trasladaron a un centro psiquiátrico. Le administraron suero y le obligaron a comer. Al cabo de tres meses, ya recuperado, volvió a su puesto de trabajo. Le comunicaron que durante su ausencia se había prohibido al personal tomar bocadillo alguno durante la jornada laboral. Como protesta se comió diez bocadillos seguidos. La segunda vez estuvo internado cinco años en el susodicho centro psiquiátrico.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
1.390 – El capitán
¡Al ataque!», gritó el capitán, sable en mano, saliendo de la trinchera, decidido, campo a través, contra el enemigo. Nadie se movió. Las balas silbaban por doquier… Al cabo de un rato, el capitán regresó, jadeante y fatigado. «No quiero cobardes en mi compañía. ¡Al que no me siga haré que lo fusilen!», y diciendo esto volvió a salir de la trinchera, gritando el habitual: » ¡Adelante!». Volvieron a silbar las balas y los soldados no se movieron. Esta vez el capitán, afortunadamente, no volvió.
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1.365 – Perversión
Diez años llevaba en la casa sirviendo y en ese tiempo había almacenado un odio feroz e incontenido contra los dueños de la misma. No soportaba la altanería del matrimonio ni las impertinencias del hijo, un niño de nueve años a quien había visto prácticamente nacer y criado. Le retenía la retribución que percibía, más elevada desde luego que la del resto de las compañeras que conocía. Su resentimiento y ánimo de venganza lo desahogaba con el muchacho. Todos los sábados tenía que bañarlo. Y cuando lo enjabonaba lo hacía con fruición, con malicia, con morbosidad, con delectación… El muchacho, excitado, nervioso, sin saber exactamente por qué, se aferraba a ella histéricamente, con el instinto del púber, que ignora los misterios de la vida. Y ella, en ese preciso momento le propinaba una sonora bofetada, al tiempo que le devolvía a la realidad de todos los días.
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1.354 – El camarero
«¡lmbécil!», profirió el cliente sentado en el velador de la terraza, cuando el camarero, distraídamente, dejó caer una gota de leche en su pantalón. El camarero, circunspecto, pidió perdón y se apresuró a limpiárselo. Su jornada transcurrió sin más incidentes dignos de reseñar. Una vez en su casa, al sentarse en la mesa para cenar, su mujer dejó caer una gota de vino sobre su pantalón, inadvertidamente. El camarero no dijo nada. Otro, en su lugar, la hubiese propinado una sonora bofetada.
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1.322 – El hada
He tenido un sueño maravilloso. Se aparecía en mi celda una bellísima señora, un hada o algo parecido, y me preguntaba qué deseaba más en esta vida. Yo le respondía que poseerla. Me golpeó suavemente con su varita —me imagino que «mágica», como se estila en estos casos— diciéndome: «Concedido». Me despertó la habitual visita de control del funcionario de prisiones. «¿Y eso, qué hace eso ahí?», me preguntó, inquisitivo, dirigiendo su mirada hacia el catre. No supe qué decirle. Parecía, era, una prenda interior femenina. Quedé atónito, estupefacto. Recogió la prenda y se la llevó. Minutos más tarde apareció el director, indignado. «¿Quién ha estado aquí esta noche?». Le conté la verdad.
Alonso Ibarrola
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1.316 – Náufragos
Se encontraban en el límite de sus fuerzas. Se había hablado de efectuar un sorteo para que alguien de los seis fuese inmolado, devorado, comido por los demás, pero la idea no prosperó. La balsa se movía en medio del océano, a merced de las corrientes. Por la noche pasaban un frío terrible y durante el día el sol los abrasaba. Cierta noche, de luna llena para ser precisos, uno de los náufragos se dedicó a observar atentamente las nalgas de uno de sus compañeros, que dormitaba boca abajo, cubierto con un sucinto taparrabos. Observando que era el único que se mantenía despierto, se acercó lenta y cautelosamente al cuerpo tendido, bañado por los pálidos rayos de luna y decididamente echó un mordisco a la nalga derecha del compañero. » ¡Ay!», dijo el otro, despertándose sobresaltado. El hambriento, sorprendido, musitó «perdón» y se retiró a una esquina de la balsa, visiblemente turbado.
Alonso Ibarrola
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1.311 – Conversación
Cenaron en silencio. Veinte años de matrimonio son capaces de agotar todos los temas posibles de conversación. Se levantaron en silencio de la mesa. Ella se dedicó a recoger cubiertos y desperdicios. Él se acostó en la cama matrimonial y se sumergió en la lectura de revistas y periódicos. Media hora más tarde, fue ella la que se tumbaba en el lecho. «¿Quieres apagar la luz, querido?». Dobló el periódico, se quitó las gafas y apagó la luz. Antes de darle las «buenas noches» se le ocurrió preguntar: «¿Esas muñecas hinchables que venden en Norteamérica serán de tamaño natural?». Ella no pudo responderle porque ya estaba dormida.
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1.295 – El preso
No ocurre todas las noches, pero ocurre. En mi celda, en la puerta de mi celda, hay una cruz marcada con tiza. Ya no puedo pagar mi impunidad personal y abusan de mí. Son tres o cuatro, y me desvelan. La primera vez, la primera noche, mi grito fue profundo y desgarrador. Pensé que algo se rompía en mi interior. El capellán de la prisión me preguntó si había sentido algún placer en alguna de las ocasiones. Puede usted suponer que me levanté con dignidad del reclinatorio y me fui lo más aprisa que pude, mordiéndome los labios, porque las heridas, los roces y quizás alguna llaga me están causando un tormento terrible.
Alonso Ibarrola
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1.276 – El premio
Tenía prisa por coger el tren que le llevaría nuevamente a su pueblo. Había pasado la jornada cumplimentando todos los encargos, gestiones y compras que le habían encomendado sus paisanos y vecinos. La gran ciudad le destrozaba, le asfixiaba. Tenía prisa por dejarla. Verificó un último encargo: en una lista oficial de la Lotería Nacional comprobó que, efectivamente, a un décimo que le habían dado le había correspondido un pequeño premio. La Administración desgraciadamente estaba cerrada. Nervioso pensando que iba a perder el tren, abordó a un señor, contándole lisa y llanamente lo que le sucedía. El señor le partió la cara, llamó a un guardia que lo llevó a la Comisaría más próxima, le tomaron la declaración, lo encerraron y al día siguiente, comprobada la validez del décimo, lo dejaron en libertad. Cobró el premio y en el primer tren que pudo tomar se volvió al pueblo, donde jamás contó a nadie lo sucedido.