Diez años llevaba en la casa sirviendo y en ese tiempo había almacenado un odio feroz e incontenido contra los dueños de la misma. No soportaba la altanería del matrimonio ni las impertinencias del hijo, un niño de nueve años a quien había visto prácticamente nacer y criado. Le retenía la retribución que percibía, más elevada desde luego que la del resto de las compañeras que conocía. Su resentimiento y ánimo de venganza lo desahogaba con el muchacho. Todos los sábados tenía que bañarlo. Y cuando lo enjabonaba lo hacía con fruición, con malicia, con morbosidad, con delectación… El muchacho, excitado, nervioso, sin saber exactamente por qué, se aferraba a ella histéricamente, con el instinto del púber, que ignora los misterios de la vida. Y ella, en ese preciso momento le propinaba una sonora bofetada, al tiempo que le devolvía a la realidad de todos los días.