Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando.
Ana María Shua
Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando.
Ana María Shua
Al preso lo interrogaban tres veces por semana para averiguar «quien le había enseñado eso». Él siempre respondía con un digno silencio y entonces el teniente de turno arrimaba a sus testículos la horrenda picana.
Un día el preso tuvo la súbita inspiración de
contestar: «Marx. Sí, ahora lo recuerdo, fue Marx.» El teniente asombrado pero alerta, atinó a preguntar: «Ajá. Y a ese Marx ¿quién se lo enseñó?» El preso, ya en disposición de hacer concesiones agregó: «No estoy seguro, pero creo que fue Hegel.»
El teniente sonrió, satisfecho, y el preso, tal vez por deformación profesional, alcanzó a pensar: «Ojalá que el viejo no se haya movido de Alemania.»
Mario Benedetti
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
Max Aub
Había confundido tanto la vigilia con el sueño que antes de acostarse clavaba con un alfiler cerca de su cama un papelito que decía: Recordar que mañana debo levantarme temprano.
Gabriel Jiménez Emán
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Julio Cortazar
Del único hijo que estaba seguro era del pelirrojo. A los otros dos no los había visto en mi vida. Tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que al salir del hipermercado, con la confusión del gentío, me los habían cambiado. No me importó. Los cuidé durante tres años, confiando que otros harían lo mismo con los míos. Hasta el día del parque de atracciones, que con tanto crío me cambiaron al pelirrojo y al mayor de los extraños por una niña y un mulatillo. A éstos los crié durante casi diez años pero un día, al volver de la universidad me llegaron transformados. La chica por un joven que hablaba inglés y el que más tiempo había pasado conmigo por otro con gafas que parecía autista. Aún así, y pensando que la vida era esto, consentí pagarles los estudios hasta el final.
El día que se casaba el inglés, los padrinos –que iban a ser sus pseudohermanos- fueron sustituidos por dos chicas gemelas. Nada feas a decir verdad.
Ahora, ya en el lecho de muerte, espero cada vez que se abre la puerta de la habitación y entran tres jóvenes extraños, que sean mis hijos, los de verdad, los primeros, para poder despedirme de ellos y de este mundo que ya no entiendo.
Ginés S. Cutillas
Reyes Adorna
En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
Jorge Luis Borges
En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido- una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la señorita fundadora.
Enrique Anderson Imbert