3.180 – La mano de Eurídice3

Enrique Anderson Imbert2   Eurídice soltó un carcajada, retrocedió un paso y se hizo invisible, toda ella menos la mano izquierda. Había transmigrado a un hueco del espacio.
Cuando me repuse del horror le pregunté cómo se sentía. No me respondió. Tomé su mano: tenía el calor de la vida pero estaba inerte. Le puse un lápiz entre los dedos y le acerqué un anotador. Inútil. No trazó ni un palote. Traté de enseñarle el lenguaje digital de los sordomudos. Tampoco pareció entenderme. Junto con la visibilidad había perdido la voz y la inteligencia. Solamente le quedaba la mano. Mano estúpida como una araña, como un cangrejo, pero era la mano de Eurídice, blanca, larga, con uñas que en ese mismo instante seguirían creciendo. Parecía una mano cercenada de un limpio tajo en la muñeca. Los círculos concéntricos de la piel, de la carne, del hueso lucían nítidos como en una muestra en cera para una lección de anatomía; sólo que en los cortes de las venas y arterias la sangre se renovaba. Con la delicadeza de un ciego palpé las formas del aire, más allá del muñón. Agarré a Eurídice de la mano —lo único que no se le había afantasmado—, la conduje al dormitorio y la acosté.
Nuestra vida conyugal continuó siendo satisfactoria. Eché de menos, sí, la coquetería de Eurídice, pero me bastaba con su mórbida languidez. En esas noches yo cerraba los ojos y, con la imaginación, la veía entre mis brazos hermosa como siempre.
Ha pasado el tiempo. Me cuesta recordar cómo era Eurídice. Le miro la mano y me digo: «Esta piel, sin que yo la vea, se está extendiendo por todo el cuerpo, llega a su rostro, ciñe sus facciones». Pero no puedo evocar la cara. Un día de éstos —ya lo estoy temiendo— Eurídice será el resto olvidado de una mano. Entonces la mano será mi mujer.

Enrique Anderson Imbert

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