3.181 – Tormenta de azúcar

DiegoGolombek   Le traen el capuccino en un jarrito de vidrio; ella debe estar por llegar en cualquier momento. Él siempre pide el café en vaso, para verlo, para descubrir sus colores, su textura homogénea, su calor. Con el capuccino la espera se le hace menos terrible, y puede imaginar cómo vendrá vestida, cómo será la sonrisa que le dedicará apenas traspuesta la puerta del bar, qué tendrá para contarle. Pone su cabeza a la altura del jarrito y en un solo movimiento abre dos sobres de azúcar y los deja caer desde lo alto, esperando ver cómo penetran el capuccino marrón, grano a grano, como una pequeña revolución centrífuga en un apacible reino color café. Ella seguramente usará sacarina, piensa mientras el azúcar va cayendo por las paredes del jarrito como una lluvia, y él revuelve con la cucharita hasta lograr que la lluvia se convierta en una verdadera tormenta que puede mirar como a través de las paredes de una pecera, granos de azúcar que suben a cada giro y se empecinan en hundirse cuando deja de revolver. Se sorprende pensándose un poco así, un poco tormentoso y obligándose a levantarse a cada sacudida, para después dejarse caer sin nadar, caer hasta el fondo cuando descubre que no vale la pena la superficie, que siempre la corriente lo ata como una piedra. Saborea el último sorbo del capuccino y se convence de que ella no vendrá, como tantas otras tardes, como siempre, como la tormenta que ya pasó y ahora es calma, espantosamente calma. Paga y sale con pasos resignados a la calle en donde todavía brilla el último sol de la tarde.
Diez minutos después ella entra por la puerta y lo busca con la mirada, agitada por la tardanza de siempre, de todas las citas y todas las tardes, y se sienta a esperarlo.

Diego Golombek
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005

3.166 – El chal al viento

DiegoGolombek   La dama aún conservaba cierta belleza y, sobre todo, los movimientos y la presencia que hacían que todos se volvieran para mirarla. Sus ojos la volvían ilimitada; allí donde sus manos o sus pasos no alcanzaban, llegaba su mirada penetrante.
Mientras paseaba por la orilla del mar, decidió poner a prueba su seducción una vez más, intacta a pesar de los años. Eligió a un joven mecánico que lustraba con vanidad un Bugatti reluciente.
—¿Me lleva a pasear? —preguntó, coqueta. El muchacho sonrió y le ofreció su brazo para subir al coche.
—Usted me recuerda a uno de mis hijos —dijo la dama mientras se instalaba en el asiento del acompañante.
—Pero usted no es tan mayor, señora —intentó una gentileza el mecánico.
—Isadora. Me llamo Isadora —contestó la dama con una sonrisa, mientras se acomodaba el largo chal rojo para que lo llevara el viento.

Diego Golombek
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005

2.191 – Ni el tiro del final

diegogolombek2  Cinco segundos. Ni uno más, ni uno menos. A eso llegaba la clarividencia de Joaquín Torres García: ver el futuro, sí, pero el futuro que estaba ahí nomás, esos segundos que median entre pregunta y respuesta, el tiempo justo antes de pisar un charco. Sin poder hacer nada, sentía las catástrofes, viéndolas antes que el resto del mundo: una señora que caía de una escalera, el premio de la lotería perdido por una cifra, un choque de autos, el no en los labios de la mujer amada. Lo que alguna vez pensó como un don se le fue haciendo una carga a Joaquín. Él trataba de cerrar los sentidos a lo que sucediera en el mundo, pero el futuro estaba dentro suyo y era imposible escapar. El tiempo se le metía en la casa, en el espejo, en la pantalla de televisión. Decidió acabar con el futuro: cerró los ojos, y antes de apretar el gatillo supo que la bala le pasaría junto a la oreja izquierda. Eso sí: muy cerca.

Diego Golombek
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