La dama aún conservaba cierta belleza y, sobre todo, los movimientos y la presencia que hacían que todos se volvieran para mirarla. Sus ojos la volvían ilimitada; allí donde sus manos o sus pasos no alcanzaban, llegaba su mirada penetrante.
Mientras paseaba por la orilla del mar, decidió poner a prueba su seducción una vez más, intacta a pesar de los años. Eligió a un joven mecánico que lustraba con vanidad un Bugatti reluciente.
—¿Me lleva a pasear? —preguntó, coqueta. El muchacho sonrió y le ofreció su brazo para subir al coche.
—Usted me recuerda a uno de mis hijos —dijo la dama mientras se instalaba en el asiento del acompañante.
—Pero usted no es tan mayor, señora —intentó una gentileza el mecánico.
—Isadora. Me llamo Isadora —contestó la dama con una sonrisa, mientras se acomodaba el largo chal rojo para que lo llevara el viento.