Homero, melindroso, apenas si lo da a entender. Otros poetas lo admiten sin tapujos. Y bien: Aquiles y Patroclo eran amantes. Ecmágoras nos ha revelado cómo comenzó esta historia.

Homero, melindroso, apenas si lo da a entender. Otros poetas lo admiten sin tapujos. Y bien: Aquiles y Patroclo eran amantes. Ecmágoras nos ha revelado cómo comenzó esta historia.


Empezó con un ligero y tal vez accidental roce en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre. Cuando a ella se le notaron los primeros síntomas del embarazo, el padre enfurecido gritó: Venganza.
Buscó la escopeta, llamó a su hijo, y se la entregó diciéndole: Lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana. Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza pero si la tristeza de nunca regresar.
Ednodio Quintero
Juan Ramón JiménezLas patronas de las sirvientas son complicadas. Se disgustan por cualquier cosita. Piensan que a cada paso les roban, se burlan de ellas, las espían. No les gusta que las cosas cambien de lugar ni que las sirvientas metan gente a la casa. Odian que la muchacha utilice sus baños, sus jabones, sus peines, el refrigerador, los sillones, las sillas, el teléfono, las camas, el pasillo, la entrada, la salida, las llaves de la casa, al esposo y a los hijos adolescentes. Quisieran tener un ángel maravilloso por sirvienta. Los maridos de las patronas de las sirvientas son más complicados y les da lo mismo esposa, sirvienta, que ángel.
Guillermo Samperio
Me senté en el umbral de mi puerta a esperar que pasara el cadáver de mi enemigo. Pasó y me dijo “hasta mañana”. Con tal de no dejarme en paz, sigue penando entre los vivos.
Raúl Brasca
Yo ejercía entonces la medicina, en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado: Se había caído por el precipicio de un cerro.
Cuando, para revisarlo, le quité el poncho, vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
– ¿Por qué no volaste m’hijo, al sentirte caer?
– ¿Volar? -me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?
Enrique Ánderson Imbert
Envejezco mal dijo; y se murió.
Augusto Monterroso
¡Qué destino: Putifar eunuco, y José casto!
Marco Denevi
–Nadie colgaba el teléfono como él.
Leticia Herrera Álvarez