El jardín de las delicias.Vodevil griego

Homero, melindroso, apenas si lo da a entender. Otros poetas lo admiten sin tapujos. Y bien: Aquiles y Patroclo eran amantes. Ecmágoras nos ha revelado cómo comenzó esta historia.

    Obligado a casarse con su prima segunda, la princesa Ifigenia, pero prendado de la esclava Polixena, Aquiles recurrió a una artimaña. Hizo que Polixena durmiese en un cuarto contiguo a la alcoba matrimonial y todas las noches, antes de acostarse con Ifigenia, se acostaba con la esclava. Al borde de alcanzar el deleite se levantaba, corría al lecho de Ifigenia y en un santiamén cumplía con sus deberes conyugales.
    Ignorante del ardid, Ifigenia estaban encantada con aquel marido que aparecía en el dormitorio ya provisto de tanto ardor que a ella no le daba tiempo para nada. Pero al cabo de unos cuantos días, o más bien de unas cuantas noches, se hartó de ese apuro que a ella le dejaba en ayunas de la voluptuosidad, y empezó a lloriquear y a regañar a Aquiles.
    Polixena, por su parte, también lloraba y se quejaba porque Aquiles la abandonaba justo en los umbrales del placer. Hastiado de que las dos mujeres le hiciesen escenas, Aquiles pidió la colaboración de su íntimo amigo Patroclo. Entre ambos tramaron un plan y desde entonces las cosas mejoraron mucho para todos. En la oscuridad, mientras Aquiles se regocijaba con Polixena, Patroclo entretenía a Ifigenia. En el momento exacto, y para evitar que Ifigenia tuviese una prole bastarda, Aquiles y Patroclo canjeaban sus respectivas ubicaciones. La falta de luz permitía que ese constante ir y venir no fuese advertido por las dos mujeres, quienes durante el día andaban de muy buen humor. Pero todas las noches Aquiles y Patroclo se cruzaban desnudos y excitados en el vano de la puerta entre ambas habitaciones.
    Una noche tropezaron, otra noche fue un manotazo en broma, otra noche fue una caricia, otra noche fue un beso al pasar, y un día Aquiles y Patroclo anunciaron que se iban a la guerra de Troya.
    Lo demás es harto sabido.
Marco Denevi3
Marco Denevi

De las hermanas

    Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivían en una casita pintada de blanco, al extremo del pueblo. Tenían en la sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si dijésemos el esqueleto del tapiz. Y con sus pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando alguno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese. El señor Veranes, el médico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza de café con ellas y les recetaba esta loción o la otra. «¿Qué hace mi vieja?» -preguntaba el doctísimo señor Veranes, sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba de pronto acercándose, pasito a pasito, al tapiz con las tijeras. «Ay -contestaba una de las otras- qué ha de hacer, sino que le llegó la hora al pobre Obispo de Valencia».
    Porque las tres viejitas tenían la ilusión de que ellas eran las Tres Parcas. Con lo que el doctor Veranes reía gustosamente de tanta inocencia.
    Pero un viernes las viejecitas lo atendieron con solicitud extremada. El café era más oloroso que nunca, y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecían preocupadas, y no hablaban con la animación de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademán de levantarse. «No puedo -suspiró recostándose de nuevo. Y, señalando a la mayor, agregó- : Tendrás que ser tú, Ana María.
    Y la mayor. mirando tristemente al perplejo señor Veranes, fue suave a la tela. y con las pulcras tijeras cortó un hilo grueso, dorado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó enseguida al pecho, como un peso muerto.
    Después dijeron que las viejecitas en su locura, habían envenenado el café. Pero se mudaron a otro pueblo antes que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas.
Eliseo Diego
Elíseo Diego

Venganza

Empezó con un ligero y tal vez accidental roce en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre. Cuando a ella se le notaron los primeros síntomas del embarazo, el padre enfurecido gritó: Venganza.
Buscó la escopeta, llamó a su hijo, y se la entregó diciéndole: Lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana. Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza pero si la tristeza de nunca regresar.

Ednodio Quintero3   Ednodio Quintero

La violetilla

Nos trajeron de regalo un palomo blanco, “para que nos lo comiéramos”. ¿Quién, después de verlo y acariciarlo, se lo comía? Se lo dimos a los dos niños del jardinero para que lo criaran.
-¿Qué haréis con él?
María, la mayorcita, La violetilla como le decíamos, grisucha y graciosa, con sus ojos verdes, su pelo pardo con aceite, y sus dientes amarillos, saltó al momento:
-¡Cuidarlo, zeñorito!
Pero el padre mató al palomo aquella misma tarde y se lo comió la familia, digo, él y el niño, Faneguillas, que tenía todo su mimo. La madre y la niña se contentaron con olerlo, agradables a la fuerza.
Al día siguiente, cuando entré, estaban los niños sentados en el umbral jugando a los alfileritos.
-¿Y el palomo? –les pregunté ansioso.
El niño se puso de pie, y sacando la barriga, se dio una palmada en ella:
-¡Aquí, gualdado!
Y La violetilla María, sonriendo triste, copiaba a su hermano:
-¡Aquí guardado, zeñorito!
Juan Ramn Jimnez  Juan Ramón Jiménez

Las patronas…

Las patronas de las sirvientas son complicadas. Se disgustan por cualquier cosita. Piensan que a cada paso les roban, se burlan de ellas, las espían. No les gusta que las cosas cambien de lugar ni que las sirvientas metan gente a la casa. Odian que la muchacha utilice sus baños, sus jabones, sus peines, el refrigerador, los sillones, las sillas, el teléfono, las camas, el pasillo, la entrada, la salida, las llaves de la casa, al esposo y a los hijos adolescentes. Quisieran tener un ángel maravilloso por sirvienta. Los maridos de las patronas de las sirvientas son más complicados y les da lo mismo esposa, sirvienta, que ángel.

Guillermo Samperio   Guillermo Samperio

Alas

Yo ejercía entonces la medicina, en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado: Se había caído por el precipicio de un cerro.

Cuando, para revisarlo, le quité el poncho, vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:

– ¿Por qué no volaste m’hijo, al sentirte caer?

– ¿Volar? -me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

Enrique anderson Imbert3 

Enrique Ánderson Imbert