El cadáver del niño estaba en la acera, oculto celosamente a las miradas, bajo una manta. Unos policías cuidaban de que los curiosos no se acercaran demasiado, mientras aguardaban la llegada de las autoridades. Muy cerca, una señora lloraba desconsoladamente, gemía, gritaba, sollozaba… «¡Es mi hijo, es mi hijo!», repetía incesantemente. El conductor del camión, pálido, desencajado, explicaba al agente de tráfico lo sucedido. Llegó un fotógrafo de prensa y se puso a trabajar. El chófer no advirtió el flash, continuaba dando interminables explicaciones. La madre seguía sollozando, ocultando el rostro entre sus manos. Las personas que piadosamente la asistían, increparon con gestos mudos al fotógrafo para que se alejara y no la molestara. Pero la mujer, advertida, al ver que el hombre se alejaba, tuvo ocasión de preguntarle, entrecortadamente, a voz en grito: «¿Para qué periódico trabaja usted?».
Categoría: Alonso Ibarrola
1.252 – Un celoso
Minutos antes de que iniciara su número circense sorprendió a su mujer abrazando a otro, tras el carromato en que vivían. No tuvo ocasión de decirle nada. Les requirieron y se presentaron en medio de la pista, en medio de una atronadora salva de aplausos. En medio de la general expectación y de un silencio impresionante, fue lanzando los cuchillos uno tras otro delineando claramente en la madera la silueta de su mujer, que soportó todos los lanzamientos impertérrita. Cuando hubieron terminado y mientras saludaban al público sonrientes, él, entre dientes, acertó a decir: «Espero que esta noche me des una explicación».
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
1.245 – La bomba atómica
Era rabiosamente feliz, inmensamente feliz. Reía como un idiota, solo, en medio de la calle, camino de la casa de sus padres. Arrastraba su medio cuerpo, emplazado en un carrito con ruedas, con sus manos, protegidas con guanteras de cuero. Al volver del frente temió que su novia, viéndole reducido a aquel estado, le abandonara. Pero no fue así. Solícita, arrodillándose, colocó un beso en su frente. Por eso caminaba, perdón se deslizaba, ahora tan feliz. Le importaba un bledo que Japón ganara o perdiera la guerra. El sufrimiento le había hecho egoísta. Era el hombre más feliz de todo Hiroshima. Y cuando oyó muy lejano el zumbido de un avión pensó que no había bombas en el mundo suficientes que pudieran empañar su felicidad. El desconocimiento de los avances técnicos norteamericanos en materia nuclear le hacía asumir las consabidas y tontas actitudes del enamorado.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
1.224 – Escobas
El hombre tímido y discreto, que todas las mañanas barre afanosamente los corredores y pasillos de la cárcel, es un famoso banquero, acusado de haber estafado millones y millones. Sus memorias las está publicando un semanario de gran tirada, y sostiene —por supuesto— que es inocente y víctima de un complot. Le han dado mucho dinero por la exclusiva y con su importe ha ordenado comprar una fábrica de escobas. Todas las que se utilizan en la cárcel son de su fábrica. Y él barre, dando ejemplo, con furia incontenible. Sale a escoba por día.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
1.214 – 36 posiciones
Padre de familia, con mujer y cuatro hijos, casado desde hacía veinte años, llegó una noche a casa excitado. Su mujer se percató de su estado pero, intuitiva, se calló. Aguardó a que los niños se hubieran acostado. Él, entonces, le mostró un librito que le había prestado un compañero de oficina. Un libro danés, por supuesto. Descubría todo un mundo… inédito para ellos. La mujer, escéptica, no participaba de su entusiasmo. «No estamos ya para esas cosas…», alegó por toda excusa. El marido antes de acostarse, en pijama, probó a tocar el suelo con la punta de los dedos. A la cuarta tentativa lo consiguió con cierto dolor en las rodillas. «Mira, mira…», le dijo a su mujer, pero ésta roncaba ya apaciblemente.
Alonso Ibarrola
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1.210 – Homenaje
Treinta años al servicio de la empresa y ahora la jubilación. El dueño, los jefes y compañeros organizaron en su honor un almuerzo en un modesto restaurante. El discurso del dueño resultó conmovedor. Luego sus compañeros reclamaron unas palabras del homenajeado. Todos habían bebido más de la cuenta. El probo empleado, «ejemplo de sumisión, honradez y abnegación», puesto a duras penas en pie por sus compañeros de mesa, sólo acertó a balbucear: «Cerdos… sois todos unos cerdos». Le jalearon, le tiraron migas de pan y con grandes risotadas le hicieron sentarse a la fuerza de nuevo en su silla. Al día siguiente, abochornado, el homenajeado se presentó para dar las gracias y excusarse, pero ni el dueño ni los jefes quisieron recibirle. Volvió a su casa y lloró largo rato.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
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1.194 – Tímido
¿Llegaré a santo? No fumo. No bebo. Soy casto. Me acuesto temprano. Rezo. El último domingo, precisamente, recuerdo que me asaltó la misma pregunta en la iglesia, al ver a un santo en su nicho, a la derecha del altar central. ¿Y yo por qué no?, me dije. ¡Si no fuera tan tímido…!
Alonso Ibarrola.
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1.184 – Pequeño detalle
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El cadáver se halla sobre el lecho mortuorio. La viuda, hacendosa hasta en el dolor, no descuida el más leve detalle. El aposento está limpio y ordenado, pero con un plumero prosigue su concienzuda búsqueda de polvo por todos los rincones, mientras musita unas oraciones. Otra señora, de luto riguroso, acurrucada en un rincón, observa sus afanes y musita asimismo unas oraciones. El féretro, colocado a los pies del difunto, aguarda… Se oye un timbrazo. Las dos mujeres interrumpen sus oraciones y se miran interrogativamente: «¿Serán ellos?». La viuda no responde y se dirige a la puerta, alisándose el cabello. Sí, son «ellos». El momento es trágico, y la viuda comienza a llorar desconsoladamente, mientras indica con la mano dónde se encuentra su marido. El caballero, acompañado de una enfermera, se introduce en la cámara mortuoria.
La viuda, abrazada a su amiga, aguarda fuera.
«Era tan bueno, tan bueno…, pero no debería haber hecho esto», musita. [/one_half][one_half_last]Pasa el tiempo y, por fin, el caballero y la enfermera aparecen. «iSeñora, la conducta de su marido es un ejemplo!La Humanidad necesita de hombres como él, porque la Humanidad necesita ojos. ¡Gracias, en nombre de los que no ven! Uno de ellos, gracias a su marido, verá…». La viuda arrecia en sus sollozos. El caballero besa su mano y se dirige hacia la puerta, acompañado siempre de la enfermera. De nuevo a solas, las dos mujeres se dirigen a la cámara mortuoria, como si quisieran cerciorarse de que el muerto está allí… Sí, efectivamente, está allí, pero ahora tiene una venda sobre los ojos; mejor dicho, sobre las cuencas vacías… Los sollozos de la viuda se elevan de tono. La amiga la abraza… «¡Es un santo! ¡Es un santo!», musita. De nuevo, el timbre de la puerta de la calle. Es el caballero: «Perdón, señora. Su marido usaba gafas, ¿verdad?». La viuda asiente con la cabeza, con lágrimas en los ojos. «Si no le importa…, sería conveniente que me las entregara, porque el «otro» las necesitará, naturalmente…»[/one_half_last]
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
1.163 – El hijo perdido
¿Será él? Veinticinco años habían transcurrido desde su última carta fechada en el frente. «Mamá, tengo miedo y me siento muy solo…». Confesiones inoportunas que solamente servían para acrecentar el dolor de sus padres. La noche que murió reclamó su presencia en vano, cientos, miles de veces… Nadie le oyó, murió desangrado en tierra de nadie, en el anónimo más absoluto, con los intestinos al descubierto, por culpa de la metralla. Y ahora, un comunicado oficial les invitaba a trabar conocimiento, a examinar a un prófugo cuyas características físicas y ciertos detalles le significaban como presunto hijo… «¿Será él?». No pudo conciliar el sueño en toda la noche. «Duerme, mujer, mañana se verá». Para él era lo mismo. La vida no tenía ningún aliciente. Y no pensaba llorar más. Lo importante era no pensar. Los ojos fijos en el televisor, en los periódicos. Ahora ¿qué significaba el retorno? El tiempo es traicionero. Un rostro inexpresivo, escaso pelo, demacrado… ¿Era él? Lo examinaron de arriba abajo, incluido el dedo meñique. «Mi hijo tenía el dedo meñique de la mano izquierda torcido. Se lo rompió jugando al fútbol y tuvo mal arreglo…». Aquel individuo tenía un dedo meñique normal. Su única anormalidad la constituía su ceguera provocada por la guerra química. Una gran contrariedad, desde luego. La mujer se dio por vencida, y el marido se sintió liberado. La despedida resultó un tanto embarazosa. «Adiós», musitó ella, sin atreverse a tocar aquellos brazos que intentaban asirla. Una vez en la calle, la mujer tuvo un momento de vacilación… Se detuvo. «Estoy recordando que no era el meñique de la mano izquierda. Y no me he fijado en su mano derecha…». «Vamos, mujer, vamos». El marido la empujó suavemente hacia adelante y lentamente la pareja dobló la esquina…
Alonso Ibarrola.
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
1.155 – Un marido
Soy enemigo de la injusticia. Me lo repito todos los días ante el espejo, en el cuarto de baño. Mi protesta ante una situación injusta no tiene límites… Perdón, los tiene. Lo admito noblemente. No soy capaz de arrodillarme en medio de la calle, rociarme con gasolina y prenderme fuego. Soy tímido, vergonzoso y mis alaridos de terror provocarían ciertamente la atención de todos. No me gusta llamar la atención. Hay otras maneras, otras formas. «Clic», la radio que deja de hablar. Resulta más difícil hacer lo mismo con el televisor. Mi familia protesta. Y entonces ¿qué puede hacer uno? Un amigo mío no soporta que nadie le contradiga. Su negativa la respalda con violentos puñetazos en la mesa, estrella botellas, vasos y platos contra la pared. ¿Sería yo capaz de hacer lo mismo?, me dije un día. ¿Por qué no? Y estrellé una jarra contra la pared. Estábamos todos sentados, ocupando un tresillo y el locutor decía estupideces. Hecha añicos, los cristales se esparcieron por la habitación. «¡Recoge!», dijo ella, con voz seca y autoritaria. No tuvo la más mínima consideración hacia mi persona, hacia mi dignidad de padre. Delante de nuestros hijos tuve que recoger, uno por uno, todos los trozos de la jarra, arrodillado… Al estirar el brazo para recoger un trozo de cristal alejado, mi hija protestó: «Papá, agacha la cabeza que no me dejas ver…».