1.248 – El último tiro

Al Círculo de las Bacantes y su Departamento de Venganzas Asociadas

La llegada de la Evelyn al Cuarenta y Ocho fue como la de cualquier otra persona, solo que ella llevaba una cartera con tres pistolas cargadas. Tocó el timbre del motel de fachada rosa iluminada con neones azules y entregó un fajo de billetes a la camarera, que le indicó la habitación signada con el número seis. Sin vacilar, sacó una pistola e hizo fuego contra la cerradura, antes de patear la puerta y entrar a la habitación en la que estaba Fernando con otra mujer. La voz de Luz Casal susurraba: «Te has parado a pensar en lo que sufrirás…».
Fernando se levantó, asustado, y la mujer se tiró al suelo, gritando. La Evelyn estaba calmada. En el mundo en el que había crecido, entre narcos y delincuentes, cargar armas y saber usarlas era parte de la vida cotidiana. Por eso, sin hacer caso de los gritos ni de las palabras atropelladas con que Fernando trataba de disuadirla, apuntó y disparó de nuevo, hiriéndolo en el muslo. Luego volvió el cañón hacia la mujer desnuda y vació la primera arma, sin detenerse hasta que el percutor sonó a hueco y ella quedó inerte, envuelta en parte de la sábana, con la cabeza apoyada en el velador.
Después miró al hombre, que le suplicaba que parara, apretando la herida de su pierna, tirado sobre la cama. La Evelyn sacó la otra pistola y apuntó disparando a la pared, a la lámpara, al borde de la cama, acercándose cada vez más a Fernando. Se dio ese tiempo con la tranquilidad y la pericia de los que saben.
Dieciocho tiros salieron de las armas que usaba, ninguno lo suficientemente certero como para provocar la muerte del hombre acorralado en la cama, sin hacer amago de escapar, solo esperando a que aquello terminara.
La Evelyn bajó la mano que sostenía la pistola y caminó hacia Fernando, como si no diera por hecho que la camarera debía haber llamado a la policía. Había silencio en el motel y solo se escuchaba la respiración y los quejidos del hombre, envueltos en la voz de Luz Casal: «…recordarás el sabor de mis besos…».
Cuando estuvo junto a él, la Evelyn lo miró desde lo alto, con la seguridad del que ha ganado una partida. Fernando le pedía perdón, suplicante.
Ella no habló. Solo esbozó una sonrisa y levantó la mano armada. La bala número diecinueve fue a incrustarse en medio de los genitales de Fernando.
La Evelyn salió de la habitación, caminó hasta la puerta del Cuarenta y Ocho y desapareció enfundada en el azul de los neones de la fachada. En la habitación número seis, Luz Casal terminaba la canción: «…y entenderás en un solo momento qué significa un año de amor».

Gabriela Aguilera
Velas al viento. Los microrreelatos de La nave de los locos. Ed. Cuadernos del Vigía. 2010

1.241 – Nostalgia

 Un día, mientras daba mi paseo matinal escuchando la radio, el receptor cambió él solo de emisora al pasar por delante de un edificio, y no recuperó la anterior hasta que salimos de su influencia. Durante los días siguientes, sucedió la misma rareza, que yo acabé aceptando como una de tantas situaciones que carecen de explicación racional. Pero una mañana, de repente, se me ocurrió la posibilidad de que no fuera la radio la que cambiara de emisora, sino yo el que cambiara de identidad. Si los aparatos de radio sufren interferencias, ¿por qué no va a padecerlas el cerebro, que funciona también a base de impulsos eléctricos? De hecho, con más frecuencia de la deseable decimos cosas o ejecutamos actos en los que no nos reconocemos, como si el vecino de arriba, que tiene muy mal carácter, hubiera producido unas ondas excepcionalmente fuertes que quizá contaminan el nuestro. Si con el mando a distancia, que funciona a pilas, somos capaces de cambiar de canal el televisor de la casa de al lado, ¿cómo no vamos a poder con las ondas cerebrales, que son potentísimas, alterar el comportamiento de un cerebro que se encuentra a siete u ocho pasos del nuestro?
El caso es que desde entonces, cada vez que pasaba por delante del edificio donde la radio cambiaba aparentemente de emisora, me detenía unos instantes y cerraba los ojos, intentando averiguar a quién pertenecía aquella identidad que intentaba ocupar parte de la mía. Al principio me hacía gracia esa penetración de la que me sentía objeto, pero cuanto más tiempo pasaba frente al misterioso edificio, más invadido y violentado me sentía. Comenzó a darme miedo y ahora paso por la acera de enfrente, donde no se produce ninguna interferencia. Pero siempre me pregunto, no sin nostalgia, quién sería ese otro (o esa otra) cuyo encéfalo emitía en la misma onda que el mío.

Juan José Millás
Articuentos completos. Seix Barral. 2011

1.234 – Relato de Eustolia

 Me llamo Eustolia Valencia. Vine a Chicago cuando tenía dos años. Ahora acabo de cumplir diecisiete. Mi papá dejó a mi mamá. Luego ella murió y me adoptaron unos parientes suyos. Así que tuve una hermana, tres hermanos y otra mamá. Su esposo también la había abandonado. El hermano más grande me violó cuando yo tenía nueve años. Los otros también me usaron. Me daban dulces y centavitos y me decían que iban a matarme si lo contaba.
Entonces una prima que andaba por los doce años me dijo que me fuera con ella a trabajar de puta para que no me maltrataran (yo hacía todo el quehacer y nunca me mandaron a la escuela). Una noche me escapé. Mi prima Gloria me presentó a un señor llamado Mike: blanco él, pelirrojo, de unos cuarenta años. Mike me enseñó muchas cosas, comenzando por la droga. Me puso a trabajar en las calles. Aprendí a contar el dinero y un poquito de inglés. Yo hacía hasta cien dólares por semana porque entonces estaba muy bonita. Casi todo era para Mike. Si no juntaba esa cantidad me pegaba bien fuerte. Creo que se hizo rico pues tenía unas quince niñas trabajando. Las grandes no le interesaban. Se supone que estaba de acuerdo con la policía porque siempre que me agarraron luego me dejaron salir para ponerme bajo custodia de ¿quién cree?: del mismo Mike.
Pero él como se asustó y nos concentró en una casa cerca de Hyde Park. Mejoró la clientela y empezamos a cobrar más caro. Iban puros señores grandes, bien vestidos: doctores, abogados, comerciantes. A veces eran tantos en una sola noche que yo no quería seguir trabajando. Entonces Mike me pegaba con los puños y el cinturón. Una vez me dio coraje y me fugué. Ya andaba entonces por los catorce. Fui a mi casa y le dije a mi madrastra lo que era mi vida, por qué me escape y cómo mis dizque hermanos tenían la culpa de que yo fuera puta. Se enojó muchísimo. No me creyó una palabra y me sacó a empujones.
Junté dinero trabajando sola en los muelles. Estuve en un bar y hasta salí en algunas películas de esas. De repente ya no hubo modo de ganarme la vida porque andaba con mi panzota de seis meses. Nadie me enseñó a tomar precauciones. Un señor me dio unos folletos pero no sé leer. Creo que fue la droga o la sífilis o el castigo de Dios por andar en esto. Pero mi niño nació malo. Pobrecito. No iba a dejarlo sufrir. Él qué culpa tenía de todo. Era inocente. Por eso lo maté con la Gillete y luego me abrí las venas, aquí en los brazos y en el cuello: vea usted las cicatrices.
Nos encontraron los dos en un charco de sangre. Yo me salvé. Mi hijito no, por fortuna. Y ahora me sacan en los periódicos como ejemplo de lo que son los mexicanos y me tienen aquí en la cárcel, a lo mejor para toda la vida. Por lo pronto aún no me sentencian.

José Emilio Pacheco
Velas al viento. Los microrreelatos de La nave de los locos. Ed. Cuadernos del Vigía. 2010

1.227 – Madre música

Acabo de soñar con mi madre. La escena (si los sueños son escenas y no su imposibilidad) sucedía en un auditorio de Granada. En el último lugar donde tocó el violín. Era un concierto de Mozart. Yo la escuchaba sentado entre el público. Mi madre iba vestida de calle. Con el pelo muy corto, sin teñir. Desafinaba a menudo. Cada vez que lo hacía, yo cerraba los ojos. Cuando volvía a abrirlos, ella me miraba fijamente desde el escenario y sonreía con placidez. Al despertar, por un instante, me ha parecido que mi madre estaba intentando enseñarme a disfrutar de los errores. El tiempo nos deja huérfanos. La música nos adopta.

Andrés Neuman
Hacerse el muerto. Editorial Páginas de Espuma, 2011

1.220 – La familia unida

 Nunca me llevé bien con la familia. Desde la abuela Felicia, con ese don para esparcir cizaña, hasta el patán de mi hermano Ricardo, todos parecían puestos en escena para que la mía fuera una existencia desgraciada. Eran parientes artificiales, implantados en mi vida como órganos ajenos, que mi cuerpo rechazaba con furia desde niño. Durante años fantaseé con ser un niño adoptado. Pero el pulgar en forma de martillo no dejaba espacio para la duda acerca de mi ascendencia. Todo lo que hice para alejarme de mis parientes, resultó inútil. Acabé con la mandíbula de la abuela encajada en uno de mis fémures, las costillas de Ricardo sobre mi coxis y al lado, el cráneo de papá. Juntos y revueltos en el mismo nicho, obedeciendo la costumbre familiar.

Araceli Esteves
Velas al viento. Los microrreelatos de La nave de los locos. Ed. Cuadernos del Vigía. 2010

1.213 – 1.536

 Como cada domingo en los últimos treinta y dos años, Jesús se levantó a las ocho de la mañana. Se bañó. Desayunó con su madre y luego se fueron a misa de once. Antes de volver a casa, tomaron un mosto en el bar del centro y a la una en punto se sentaron a comer pollo asado con patatas: mil quinientos treinta y seis pollos, desde entonces.
A esa hora, Jesús comenzaba a sentirse inquieto. Le desesperaba la lentitud con que su madre daba cuenta de un simple muslo de pollo, pero él no podía abandonar la mesa hasta que ella acabara de comer.
Terminado el postre, se hacía cargo de dejar limpia la cocina, de situar a su madre frente al televisor, dar de comer a las gallinas y a los perros, y de lavar el patio, hasta que el reloj marcaba las cinco en punto. Entonces, entraba en casa, daba un beso a su madre y se montaba en el coche, directo y sin escalas hasta el Punto Cero.
Le gustaba llegar el primero. Así encontraba a las chicas limpias, según decía.
Mil quinientas treinta y seis horas de amor gratificado, desde entonces…

Alejandra Díaz Ortiz
Cuentos Chinos. Trama Editorial-2009

1.206 – Un museo de objetos monstruosos

 Cuando descubrí en Alta Gracia aquella tetera en forma de cabeza de negra fumando un cigarro, imaginé la posibilidad de reunir un museo de objetos monstruosos; pero muy pronto comprendí que ese depósito sería como una enfermedad en la casa y que yo pasaría por el lugar atroz, con asco y aun con miedo. Hay que vivir lejos de las cosas feas, me dije: no tolerar que la perversa curiosidad nos eche en brazos de cualquier mujer ni que en la lista de obras aparezcan los primeros libros.

Adolfo Bioy Casares
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico. Edición de David Lagmanovich. Ed MenosCuarto – 2005