1.312 – Peter Pan

 Cada vez que hay luna llena yo cierro las ventanas de casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en mi cuarto. En verdad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y a esas horas debería estar vigilando las calles, pero mejor cierro la ventana porque Merino dice que su padre es Joker, y Joker se la tiene jurada al papá de Salazar.
Todos los papás de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre que insiste en que él sólo vende seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son tonterías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me enseñó su cuchillo, todo manchado con sangre de leopardo.
A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no hay ningún héroe que use corbata y chaqueta de cuadritos. Si yo fuera hijo de Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo. Por eso me puse a pensar quién podría ser mi padre.
Un día se quedó frito leyendo el periódico y lo vi todo flaco y largo sobre el sofá, con sus bigotes de mosquetero y sus manos pálidas, blancas blancas como el mármol de la mesa. Entonces corrí a la cocina y saqué el hacha de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del Capitán Garfio.

Fernando Iwasaki
Ajuar funerario.Ed Páginas de espuma. 2009

1.305 – Voces como arpones

 Asomadas a la reja cantamos las tres hermanas, Murguen, Nadina y yo. Los vecinos no se quejan. Al contrario, suspenden el asado del mediodía para poder escuchar. Sobre todo en primavera, cuando nuestras voces se mezclan con el azul profundo del jacarandá. Mamá canturrea en la cocina, suspira y recuerda, dice algo sobre unas rocas, piensa en el mar. Pero ahora nos deja el lugar a nosotras, sus herederas. Con nuestros dedos delgados, y nuestro cuerpo cimbreante, que casi envuelven los barrotes de los balcones, ante los ojos extasiados del barrio. Nuestro padre sonríe en el taller, admirado de que, a pesar de su fealdad casi ciclópea, le hayan nacido unas hijas tan bellas.
En la casa de altos balcones donde son felices, mi madre guarda el secreto de haber seducido a otro hombre, un tal Ulises y, mientras mira a su esposo con ojos de mar, agradece no haber caído en sus brazos.
Pero ésas, ahora, son viejas historias. Como arpones llenos de codicia, nuestras voces se alzan plateadas, sinuosas. Pocos pasan entre las dos esquinas sin mirarnos. Todos nos oyen, alguien caerá en las redes.

María Obligado
Por favor sea breve. Ed. Páginas de espuma, 2001

1.298 – La alienación/ 1

 Allá en los años mozos, fui cajero de banco. Recuerdo, entre los clientes, a un fabricante de camisas. El gerente del banco le renovaba los préstamos por pura piedad. El pobre camisero vivía en perpetua zozobra. Sus camisas no estaban mal, pero nadie las compraba.
Una noche, el camisero fue visitado por un ángel. Al amanecer, cuando despertó, estaba iluminado. Se levantó de un salto.
Lo primero que hizo fue cambiar el nombre de su empresa, que pasó a llamarse Uruguay Sociedad Anónima, patriótico título cuyas siglas son: U.S.A. Lo segundo que hizo fue pegar en los cuellos de sus camisas una etiqueta que decía, y no mentía: Made in U.S.A. Lo tercero que hizo fue vender camisas a lo loco. Y lo cuarto que hizo fue pagar lo que debía y ganar mucho dinero.

Eduardo Galeano
El libro de los abrazos. Siglo XXI -1989

1.291 – Naufragio

 El día que se hundió aquel navío entre retumbos de barriles y añicos de loza, yo nadaba cerca, ocioso, mientras practicaba esgrima intelectual con mi hermano (el irresoluble problema de la flecha del tiempo y la diana de la inmortalidad). La tripulación, desesperada, se agitaba sobre las aguas oscuras. Unos pocos habían logrado aferrarse a pellejos de buey. Al percatarnos de su desgracia, nos sumergimos resueltos y buceamos hacia ellos, aproximándonos a toda velocidad, con estilo poderoso, ondulante. Siempre sucede que, aunque lleguemos a tiempo para redimirlos, ellos no pueden evitar señalarnos y, enloquecidos, gritar al unísono con un timbre particularmente desagradable que el prestigio o quizá el horror concentran: ¡Tiburones! ¡Tiburones!

Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Ed. Páginas de espuma, 2009

1.284 – Tuberías

 Si uno fuera capaz de reunir los patios interiores a los que se ha asomado a lo largo de su vida, formaría con ellos un sistema endocrino tan complejo como el del aparato digestivo. Lo curioso es que son idénticos unos a otros, se hayan visto en Bruselas o en Nueva York, en Copenhague o en París, a los cuatro o a los cuarenta años. Llegas a un hotel de una ciudad desconocida, en donde ni tú mismo sabes todavía quién eres, abres por curiosidad la ventana del cuarto de baño y allí están las mismas tuberías de tu infancia atravesando idénticas paredes grises con manchas de humedad. No importa el número de estrellas del hotel, ni su situación, tanto como tu habilidad para detectar las aberturas tras las que se agazapan.
Otro día estás comiendo en un restaurante caro, donde vete a saber por qué medio has conseguido que te inviten unos anfitriones de lujo, cuando cometes el error de visitar el servicio, y también allí, inevitablemente, das con el ventanuco que te asoma a ese raro espacio que ya viste en Zamora o Murcia, en Valencia o Bilbao, en Buenos Aires o Berlín. Si en alguno de estos lugares alejados de tu geografía o tu bolsillo tienes problemas de identidad, basta con que busques el agujero atravesado por ese hilo conductor para averiguar de golpe quién eres y de dónde vienes. Hasta en las novelas hay patios interiores cuya suma compone un tubo digestivo que recorre la historia de la literatura. Algunos hombres, a medida que crecen, intentan separar este recurso arquitectónico de su existencia, lo que es tan difícil como vivir sin estómago. A través de los patios interiores hacemos una digestión de lo que somos, pero también de lo que queríamos ser cuando, asomados al de la adolescencia, fumábamos los primeros cigarrillos clandestinos soñando en un futuro con las tuberías empotradas.

Juan José Millás
Articuentos completos. Seix barral – 2011

1.277 – La más absoluta certeza

 Pocas certezas es posible atesorar en este mundo. Por ejemplo, Marco Denevi duda con ingenio de la existencia de los chinos. Y sin embargo yo sé que en este momento usted, una persona a la que no puedo ver, a la que no conozco ni imagino, una persona cuya realidad (fuera de este pequeño acto que nos compete) me es completamente indiferente, cuya existencia habré olvidado apenas termine de escribir estas líneas, usted, ahora, con la más absoluta certeza, está leyendo.

Ana María Shua
Cazadores de letras. Minificción reunida.Ed. Páginas de Espuma 2009

1.270 – La II Guerra Mundial pudo haberse evitado

  Si el crítico vienés Jakob Neumann, que presidía el jurado, hubiera dado su voto de calidad a cierto óleo firmado por un tal Adolf Hitler en la Bienal de Bellas Artes de 1912, acaso el joven aspirante a pintor no hubiese dejado su profesión por la política. Inútil reprochar nada a Neumann; sobre todo cuando el propio Adolf Hitler ordenó su fusilamiento a las pocas horas de aquella entrada apoteósica en la Austria del Anschulss. Lo que nunca supo el dictador fue que la decisión de Neumann nació de un escogido lote de vinos que había recibido de un importante bodeguero vienés, cuyo hijo, con veleidades pictóricas, obtuvo aquel premio. Obvio es decir que tal ignorancia salvó la vida del bodeguero, no la de su hijo.

Juan Pedro Aparicio
http://nalocos.blogspot.com.es/2012/08/juan-pedro-aparicio.html

1.263 – Un accidente

 El cadáver del niño estaba en la acera, oculto celosamente a las miradas, bajo una manta. Unos policías cuidaban de que los curiosos no se acercaran demasiado, mientras aguardaban la llegada de las autoridades. Muy cerca, una señora lloraba desconsoladamente, gemía, gritaba, sollozaba… «¡Es mi hijo, es mi hijo!», repetía incesantemente. El conductor del camión, pálido, desencajado, explicaba al agente de tráfico lo sucedido. Llegó un fotógrafo de prensa y se puso a trabajar. El chófer no advirtió el flash, continuaba dando interminables explicaciones. La madre seguía sollozando, ocultando el rostro entre sus manos. Las personas que piadosamente la asistían, increparon con gestos mudos al fotógrafo para que se alejara y no la molestara. Pero la mujer, advertida, al ver que el hombre se alejaba, tuvo ocasión de preguntarle, entrecortadamente, a voz en grito: «¿Para qué periódico trabaja usted?».

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010

1.256 – El drama del desencantado

 …el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

Gabriel García Márquez

1.249 – Soy un fantasma

 El castillo iba a ser desmontado, piedra por piedra, y trasladado a un país remoto para ser reconstruido y servir a su nuevo dueño como refugio de fin de semana. Al saberlo, quise quedarme para siempre en el lugar de mis antepasados, pero cambié de opinión cuando oí decir que los terrenos serían recalificados para albergar un gran centro de ocio, provisto de salas multicine, aparcamiento subterráneo y galerías comerciales. Entonces decidí acomodarme entre los rancios muros embalados en enormes contenedores, con la intención de despertar al cabo de unos meses en mi nuevo y redecorado hogar. Sin embargo, fue en la aduana del país de destino donde desperté a los pocos días, porque las severas leyes locales de control de la inmigración y prevención del terrorismo me exigían una serie de documentos e informes que, en mi condición de ectoplasma, no podía aportar aunque quisiera. Tampoco ayudó mucho que dijera que mi trabajo consistía justamente en asustar a los incautos que visitaban mis dominios. Así que me metieron en la cárcel. Y ya ven lo que son las cosas: aquí les hace gracia que alguien como yo no dé miedo a nadie. Y a mí me da miedo solo de pensar que ellos no me hacen ninguna gracia.

Pedro Herrero
Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos. Ed. Cuadernos del Vigía. 2010