1.291 – Naufragio

 El día que se hundió aquel navío entre retumbos de barriles y añicos de loza, yo nadaba cerca, ocioso, mientras practicaba esgrima intelectual con mi hermano (el irresoluble problema de la flecha del tiempo y la diana de la inmortalidad). La tripulación, desesperada, se agitaba sobre las aguas oscuras. Unos pocos habían logrado aferrarse a pellejos de buey. Al percatarnos de su desgracia, nos sumergimos resueltos y buceamos hacia ellos, aproximándonos a toda velocidad, con estilo poderoso, ondulante. Siempre sucede que, aunque lleguemos a tiempo para redimirlos, ellos no pueden evitar señalarnos y, enloquecidos, gritar al unísono con un timbre particularmente desagradable que el prestigio o quizá el horror concentran: ¡Tiburones! ¡Tiburones!

Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Ed. Páginas de espuma, 2009

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