1.131 – Mirando enfermedades

 En el Diccionario de Agronomía y Veterinaria había ilustraciones y muchas fotos. Una extraña tumoración nudosa deformaba la articulación de una rama.
-¿Esto qué es? -preguntaba yo, la niña.
-Es una enfermedad de los árboles -me decía papá.
-¿Esto qué es? -preguntaba yo, señalando, en la foto, el sexo de un toro.
-Es una enfermedad de las vacas -me decía papá.
Era lindo mirar enfermedades con mi papá. Como sabía que me estaba mintiendo, observaba con asombro y regocijo los desmesurados genitales que crecían deformes en los árboles machos.

Ana María Shua

1.129 – La prudencia en la mujer

 Requerida de amores al mismo tiempo por un pastor y por el rey Salomón, la Sulamita no duda. Alguna tonta, borracha de romanticismo, elegiría al pastor, con lo que, al cabo de la luna de miel, empezaría a soñar con las riquezas y los palacios del rey Salomón y ese sueño le estropearía su vida junto al pastor. La Sulamita opta por Salomón y después, cuando sueñe con el pastor, sus sueños de contigo pan y cebolla la enaltecerán ante sus propios ojos.

Marco Denevi

1.128 – La mujer elefante

 Se enamoró de mi oreja izquierda. Al principio no advertí nada extraño, singular. Sí, es cierto; alguna vez le sorprendí mirándola, absorto, pero nunca le di excesiva importancia. Fue más tarde cuando descubrí su inusitado fervor por ese apéndice aéreo y cartilaginoso de mi anatomía. Sólo ante ella – orejita mía le decía – exhibía su porte casual, su estilo desenfadado, su verbo gentil. Ella, ufana, se dejaba querer. Ajena a mí, y a cualquier admonición. Incluso, por las noches, esperaba que yo me durmiera para acurrucarse desnuda junto a su boca. Ayer me la corté. La derecha, claro.

Agustín Martinez Valderrama
http://acusmartvald.blogspot.com/2012/02/la-mujer-elefante.html

1.127 – Efeméride

 Hoy celebró el vigésimo aniversario de su incorporación a la empresa. Le corresponden, por ello, dos pagas extraordinarias y una insignia de plata que le entregarán los jefes, en cuanto dispongan de un hueco en su agenda para invitarle a una comida informal.
Ciñéndose a la tradición establecida, al final de la jornada invitó a sus compañeros de la oficina con pasteles y el mejor cava que logró encontrar en el supermercado del barrio.
Aunque el brindis se prolongó más de lo habitual, no se distrajo de su rutina diaria y antes de marcharse, como cada tarde, añadió una nueva razón a la carta de dimisión que, con incuria poética, escribe desde hace diecinueve años y trescientos sesenta y cuatro días.

Pedro Sánchez Negreira

1.126 – El escapista

Manuel Moyano (1) Un mago no debería revelar sus trucos, pero te diré que no es tan difícil hacer surgir panes de un cesto si éste dispone de doble fondo, y que unos simples tablones, convenientemente situados bajo el agua, bastan para hacer creer a cualquier iluso que es posible caminar sobre la superficie de un lago. En cuanto a aquel hombre cuyos ojos sané, jamás en su miserable vida había estado ciego: se llamaba Hulellah y obtuvo una buena recompensa a cambio de hacer su papel… Ahora, escúchame bien: los soldados no van a clavarme al madero; en realidad, me amarrarán las muñecas con tendones de cerdo y untarán mis brazos con la sangre de algún animal: les he pagado veinte denarios a cada uno por participar en el engaño. Previamente, tú deberás haber depositado agua y víveres en el interior del sepulcro. Luego, una vez que me hayan dejado allí, harás rodar la piedra que cubre la entrada para que pueda escapar. Procura que nadie te vea. Y recuerda esto, José de Arimatea: deberás hacerlo antes del tercer día.

Manuel Moyano

1.124 – Argentina, invierno de 1976

 El teléfono sonó: corté enseguida. Como pude, me arrastré hasta el sótano. Sentado como un feto, me acalambré durante horas. Primero fue el silencio de tierra, raíces y gusanos. Después, lejanos, la frenada, los portazos, los gritos, los vidrios rotos. Y una ráfaga de tiros. Y nada más.
Cuando levanté la tapa de madera, no supe a quién agradecer el seguir vivo: por esos tiempos, por estos lados, Dios no existía.

Gabriela Urrutibehety
http://www.cuentosymas.com.ar/blog/?p=7876
http://gabrielaurruti.blogspot.com/

1.123 – Martirio y muerte

 Un silencio expectante se apoderó del circo romano. Miles de gargantas enmudecieron. Se abrió la compuerta y se oyó un gran rugido proveniente del interior de la galería. Unos soldados introducían sus lanzas a través de unas aberturas verificadas en la parte superior… Evidentemente, la fiera no quería salir al exterior. Fuera, en el círculo central, un grupo de cristianos, acurrucados, temblorosos, se apiñaban en torno a un anciano de barbas venerables y rezaban. Finalmente, el león surgió del fondo del túnel, siendo recibido con una clamorosa ovación. Ante aquel griterío se detuvo. Después, su mirada se posó ante el grupo de cristianos, que permanecía quieto e inmóvil. De un enérgico zarpazo arrojó por tierra a una mujer de unos cincuenta años, que profirió un terrible grito. Luego, el silencio… El resto de los cristianos proseguían sus oraciones, y el león inició su festín, acompañándose de un molesto crujir de dientes. «¿Podía hacerse algo para impedir que esto ocurriera?», se preguntó Nemorino, rodillas en tierra. Levantó los ojos al cielo y observó que seguía siendo azul, como cuando era niño. El león continuaba su orgía. De la inicial docena de cristianos mártires, sólo quedaban dos: el anciano, que, tembloroso y angustiado, se había postrado de rodillas en el suelo (quizá para facilitarle mejor las cosas a su verdugo, el león), y él, Nemorino. Observó con terror y detenimiento al león, pero, desesperanzado, comprobó que jamás lo había visto antes. Ni, por supuesto, curado diente alguno… Aquel león no le debía nada. De otro terrible zarpazo en la espalda, el león echó por tierra al anciano. Un carrillo y un ojo desaparecieron en el acto en su zarpa, que se relamió con gusto. Con la otra pata mantenía inmóvil a la víctima, que gemía. Después hundió sus dientes en un costado. Todos los intestinos quedaron al descubierto… Nemorino vomitó. Quiso levantarse, pero sus rodillas no le respondieron al primer intento. El león engullía con rapidez uno de los muslos, flácidos y blanquísimos, del anciano. Nemorino recordó a su madre, que de pequeño le decía: «Con este signo vencerás». Un grito terrible se oyó en el circo: «¡Madre, repítemelo de nuevo! ¡Es necesario! ¿Comprendes? ¡Es necesario!». Un profundo silencio se hizo en el circo. Nemorino fue asaltado por un profundo terror. El león se dirigía a él, último superviviente del grupo. Nemorino perdió el control de sí mismo y echó a correr camino de la presidencia.
Un primer zarpazo de la fiera le desgarró la espalda, y la sangre salió a borbotones… «¡César, reniego, César! ¿Me oyes? ¡César, reniego! ¡Sálvame! ¡Quiero vivir!…». No dijo más. El león clavó sus dientes en su hombro derecho y un alarido se oyó en toda Roma. César, con un movimiento de su cabeza, dio a entender a sus súbditos que ya era tarde y que nada podía hacerse. Y arriba, muy arriba del anfiteatro, en medio de la muchedumbre, un ciudadano anónimo confiaba a otro, en voz queda: «Lástima, un poco más que hubiese resistido y hubiera salvado su alma… «.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010