1.123 – Martirio y muerte

 Un silencio expectante se apoderó del circo romano. Miles de gargantas enmudecieron. Se abrió la compuerta y se oyó un gran rugido proveniente del interior de la galería. Unos soldados introducían sus lanzas a través de unas aberturas verificadas en la parte superior… Evidentemente, la fiera no quería salir al exterior. Fuera, en el círculo central, un grupo de cristianos, acurrucados, temblorosos, se apiñaban en torno a un anciano de barbas venerables y rezaban. Finalmente, el león surgió del fondo del túnel, siendo recibido con una clamorosa ovación. Ante aquel griterío se detuvo. Después, su mirada se posó ante el grupo de cristianos, que permanecía quieto e inmóvil. De un enérgico zarpazo arrojó por tierra a una mujer de unos cincuenta años, que profirió un terrible grito. Luego, el silencio… El resto de los cristianos proseguían sus oraciones, y el león inició su festín, acompañándose de un molesto crujir de dientes. «¿Podía hacerse algo para impedir que esto ocurriera?», se preguntó Nemorino, rodillas en tierra. Levantó los ojos al cielo y observó que seguía siendo azul, como cuando era niño. El león continuaba su orgía. De la inicial docena de cristianos mártires, sólo quedaban dos: el anciano, que, tembloroso y angustiado, se había postrado de rodillas en el suelo (quizá para facilitarle mejor las cosas a su verdugo, el león), y él, Nemorino. Observó con terror y detenimiento al león, pero, desesperanzado, comprobó que jamás lo había visto antes. Ni, por supuesto, curado diente alguno… Aquel león no le debía nada. De otro terrible zarpazo en la espalda, el león echó por tierra al anciano. Un carrillo y un ojo desaparecieron en el acto en su zarpa, que se relamió con gusto. Con la otra pata mantenía inmóvil a la víctima, que gemía. Después hundió sus dientes en un costado. Todos los intestinos quedaron al descubierto… Nemorino vomitó. Quiso levantarse, pero sus rodillas no le respondieron al primer intento. El león engullía con rapidez uno de los muslos, flácidos y blanquísimos, del anciano. Nemorino recordó a su madre, que de pequeño le decía: «Con este signo vencerás». Un grito terrible se oyó en el circo: «¡Madre, repítemelo de nuevo! ¡Es necesario! ¿Comprendes? ¡Es necesario!». Un profundo silencio se hizo en el circo. Nemorino fue asaltado por un profundo terror. El león se dirigía a él, último superviviente del grupo. Nemorino perdió el control de sí mismo y echó a correr camino de la presidencia.
Un primer zarpazo de la fiera le desgarró la espalda, y la sangre salió a borbotones… «¡César, reniego, César! ¿Me oyes? ¡César, reniego! ¡Sálvame! ¡Quiero vivir!…». No dijo más. El león clavó sus dientes en su hombro derecho y un alarido se oyó en toda Roma. César, con un movimiento de su cabeza, dio a entender a sus súbditos que ya era tarde y que nada podía hacerse. Y arriba, muy arriba del anfiteatro, en medio de la muchedumbre, un ciudadano anónimo confiaba a otro, en voz queda: «Lástima, un poco más que hubiese resistido y hubiera salvado su alma… «.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010

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