3.663 – El vuelo del pájaro elefante

  Avanzo a través del túnel que excavé durante meses en la toba blanda. Me arrastro por este nauseabundo arroyo con la desesperación de los que se saben imantados por fuerzas fatales, de los que han infligido dolor, de los que han sido martillos inclementes para numerosos clavos. Después de dos horas de angustia, mi cuerpo asoma fuera de la boca del túnel. El zumbido de los oídos desaparece. Logro esquivar los reflectores en el mortal damero del patio de la prisión. Me muevo como un veneno recién inoculado. Acometo sin respiro los vastos y resbaladizos muros de cantería. Tras ocultar las sábanas encordadas, atento a los paseos de los guardianes, me interno en las sombras reconocibles de la tercera galería. Puedo escuchar el roce de mis pisadas y el frotecillo asombrado del mecanismo de la suerte. Por fin estoy ante los barrotes. Inspiro profundamente, adelgazándome, y me deslizo entre ellos. Con infinito alivio regreso a las dulzuras de mi celda, a salvo de la aturdidora, extenuante y espantosa libertad.

Ángel Olgoso
Relatos para leer en el autobus. Ed. Cuadernos del Vigia. 2006

3.656 – La carga de la Brigada Ligera

  «Lo que importa, muchachos, es el estilo», afirmó el capitán, montado en su blanco alazán. Los soldados escuchaban en silencio con la espada desenvainada, mientras los caballos, quizá presagiando el combate, piafaban nerviosos. «La muerte no importa», terminó diciendo el capitán y dicho esto gritó: » ¡ Compañía! ¡A la carga…!». En perfecta formación la caballería inició el ataque. Media hora más tarde en una extensión de veinte kilómetros, los cadáveres, tanto de soldados como de caballos, salpicaban el vasto campo de batalla. Toda la compañía había perecido. En tierra, los muertos componían bellas figuras. La mirada hacia adelante, el brazo erguido con la espada en alto, la chaqueta abotonada y el cuello de la guerrera perfectamente ajustado.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.649 – Artrosis

  Lo achacaba a la postura adoptada en su mesa de trabajo y a su vida sedentaria… El hecho es que siempre le dolía el cuello, la espalda y las cervicales. Esto último lo sabía hoy el doctor que le atendió fugazmente en la -consulta de la Seguridad Social. La cosa, al parecer, no tenía remedio ni solución. Solamente podría encontrar alivio practicando la natación, relajándose, caminando al aire libre… y con los masajes. iAh, los famosos masajes de los que siempre estaban hablando sus compañeros de oficina a todas horas, entre bromas y risas! Él nunca les prestó atención. Pero ahora su salud le preocupaba. Se interesó por los masajes, y un compañero, solícito y sonriente, le mostró un periódico con decenas de masajistas ofreciendo sus servicios. Jamás hubiera supuesto que existieran tantos afectados por la artrosis. De otra manera, se decía, no se justificaría tanta oferta de masajistas. Probó con uno de los teléfonos reseñados en la sección de anuncios y una solícita voz femenina le informó del horario: de cuatro de la tarde a dos de la madrugada. Le pareció una exageración el horario nocturno. Quiso saber el importe de antemano, pero la voz femenina le dijo: «Eso lo aclararemos aquí, cariño». Le molestó un poco la confianza que se tomaba aquella voz anónima, pero no le dio mayor importancia. Tomó nota de la dirección y al día siguiente se presentó. La enfermera que abrió la puerta de la consulta era muy atractiva. Él le explicó el motivo de la visita, el lugar exacto de las molestias y ella no pareció inmutarse. Le condujo a una salita, blanca, como un quirófano, con su mesa camilla donde le hizo tenderse, boca abajo, tras aconsejarle que se desnudara de cintura para arriba. Se quitó la chaqueta, la camisa y la camiseta, esta última prenda con cierto embarazo. La señorita le preguntó: «¿Servicio normal?». «Normal», respondió él. Y durante media hora aquella experta mujer hizo maravillas con los músculos de su cuello, con su espalda. No parecía fatigarse ni abrió la boca. Entregada por completo a su labor, concentrada, afanosa, hierática, profesional ciento por ciento. Al finalizar la sesión, el paciente se sintió tremendamente aliviado, relajado, satisfecho, feliz. Y la cantidad que la experta masajista le pidió tampoco le pareció ninguna exageración. Le prometió volver otro día. Ella le acompañó hasta la puerta amable y solícita. «Hasta cuando usted quiera», le dijo como despedida. Y cuando el paciente comenzó a descender las escaleras, la masajista tuvo un impulso irresistible y asomándose a la barandilla de la planta, acertó a decir al cliente que se iba contento y feliz: «Oiga, señor, perdone la curiosidad pero me gustaría saber una cosa: ¿es usted policía?». Respondió con un no rotundo con la mano, casi sin pararse en su descenso. En el portal, se detuvo a solas con sus pensamientos y se preguntó: ¿Los policías tendrían descuento? Pero no le pareció oportuno dar más vueltas a la cuestión.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.642 – Grave problema argentino: Querido amigo,estimado, o el nombre a secas

  Usted se reirá, pero es uno de los problemas argentinos más difíciles de resolver. Dado nuestro carácter (problema central que dejamos por esta vez a los sociólogos) el encabezamiento de las cartas plantea dificultades hasta ahora insuperables. Concretamente, cuando un escritor tiene que escribirle a un colega de quien no es amigo personal, y ha de combinar la cortesía con la verdad, ahí empieza el crujir de plumas. Usted es novelista y tiene que escribirle a otro novelista; usted es poeta, e ídem; usted es cuentista. Toma una hermosa hoja de papel, y pone: «Señor Oscar Frumento, Garabato 1787, Buenos Aires.» Deja un buen espacio (las cartas ventiladas son las más elegantes) y se dispone a empezar. No tiene ninguna confianza con Frumento; no es amigo de Frumento; él es novelista y usted también; en realidad usted es mejor novelista que él, pero no cabe duda de que él piensa lo contrario. A un señor que es un colega pero no un amigo no se le puede decir: «Querido Frumento.» No se le puede decir por la sencilla razón de que usted no lo quiere a Frumento. Ponerle querido es casi lascivo, en todo caso una mentira que Frumento recibirá con una sonrisa tetánica. La gran solución argentina parece ser, en esos casos, escribir: «Estimado Frumento.» Es más distante, más objetivo, prueba un sentimiento cordial y un reconocimiento de valores. Pero si usted le escribe a Frumento para anunciarle que por paquete postal le envía su último libro, y en el libro ha puesto una dedicatoria en la que se habla de admiración (es de lo que más se habla en las dedicatorias), ¿cómo lo va a tratar de estimado en la carta? Estimado es un término que rezuma indiferencia, oficina, balance anual, desalojo, ruptura de relaciones, cuenta del gas, cuota del sastre. Usted piensa desesperadamente en una alternativa y no la encuentra; en la Argentina somos queridos o estimados y sanseacabó. Hubo una época (yo era joven y usaba rancho de paja) en que muchas cartas empezaban directamente después del lugar y la fecha; el otro día encontré una, muy amarillita la pobre, y me pareció un monstruo, una abominación. ¿Cómo le vamos a escribir a Frumento sin identificarlo (Frumento) y luego calificarlo (querido/estimado)? Se comprende que el sistema de mensaje directo haya caído en desuso o quede reservado únicamente para esas cartas que empiezan: «Un canalla como usted, etc.», o «Le doy 3 días para abonar el alquiler», cosas así. Más se piensa, menos se ve la posibilidad de una tercera posición entre querido y estimado; de algo hay que tratarlo a Frumento, y lo primero es mucho y lo segundo frigidaire.
Variantes como «apreciado» y «distinguido» quedan descartadas por tilingas y cursis. Si uno lo llama «maestro» a Frumento, es capaz de creer que le está tomando el pelo. Por más vueltas que le demos, se vuelve a caer en querido o estimado. Che, ¿no se podría inventar otra cosa? Los argentinos necesitamos que nos desalmidonen un poco, que nos enseñen a escribir con naturalidad: «Pibe Frumento, gracias por tu último libro», o con afecto: «Ñato, qué novela te mandaste», o con distancia pero sinceramente: «Hermano, con las oportunidades que había en la fruticultura», entradas en materia que concilien la veracidad con la llaneza. Pero será difícil, porque todos nosotros somos o estimados o queridos, y así nos va.

Julio Cortazar
La vuelta al día en ochenta mundos

3.635 – El aplaudidor

  Tras un tiempo en el paro fue lo único que encontró: aplaudidor. Jornada completa, disponibilidad absoluta. El salario era bueno y la Empresa se encargaba del transporte. El trabajo era sencillo: aplaudir, reír, levantarse, sentarse, gritar. Actos simples a indicaciones del regidor.
Entre platós pasó los años y las décadas y se convirtió en un verdadero profesional: un aplaudidor frío, aséptico, entregado a la causa. Ocultaba su pasado anterior a la Empresa. Si algún nostálgico le preguntaba, mentía. Aquel ser que entretejía utopías colectivas le parecía tan ajeno como un mal sueño, un pasado del que arrepentirse. La Empresa le había dado un motivo para vivir, un papel que cumplir en su tiempo y su espacio. Por eso cuando lo ascendieron a regidor se sintió orgulloso: después de tantos aplausos al final era él quien daba las órdenes.
El día del incidente, por fin, devolvió a la Empresa la confianza mostrada. Durante la entrevista semanal al presidente, tras él indicar aplausos, un joven aplaudidor había permanecido impasible. Un primer plano de público febril ante la locuacidad del mandatario y él sentado sin mover un músculo. Pero anduvo rápido: llamó a seguridad, que inmediatamente comenzó a golpear al joven con sus porras. Acabó cayendo al suelo, pero él ordenó con un ademán que los guardias siguieran con su labor. Mientras, el resto de aplaudidores permanecían impasibles, quietos. Los telespectadores miraban desde casa, inquietos. Y aún con miles, millones de ojos sobre sí, miró a su alrededor y ordenó, decidido, “¡qué continúe el espectáculo!”. Y todos, aplaudidores, espectadores y hasta el propio presidente, cumplieron con lo que les pedía. El júbilo desbordó el plató, las casas, las calles y las ciudades. Él, por su parte, sonrió como los héroes orgullosos por el deber cumplido.

Juan Darias

3.628 – 215

  Compra esta lámpara: puedo realizar todos los deseos de mi amo, dice secretamente el genio al asombrado cliente del negocio de antigüedades, que se apresura a obedecerlo sin saber que el genio ya tiene amo (el dueño del negocio) y un deseo que cumplir (incrementar la venta de lámparas).

Ana María Shua
Cazadores de letras. Ed. Páginas de Espuma.2009

3.621 – La calumnia

  Unas cartas anónimas iban a destrozar su vida… Unas cartas abyectas, groseras, infames, calumniadoras, estúpidas, que recibió el alcalde primeramente, luego el párroco, y después unas cuantas personas más de la pequeña localidad. El ignoraba la existencia de las mismas, pero observó, sin embargo, cómo poco a poco, paulatinamente, la gente dejó de hablarle. Lo mismo ocurrió con sus discípulos. Se preguntaba el maestro por la posible causa, si olería mal su aliento, si no aprobaban su sistema de enseñanza… El caso es que un día, harto de tanto vacío en torno suyo, abordó al alcalde, que paseaba por la plaza mayor, y le pidió hablar a solas… El alcalde se negó, enfurecido: «Por lo que pueda pensar la gente, más vale que no hablemos a solas…». Al maestro aquella respuesta le pareció una solemne tontería y no insistió.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.614 – Sensación de descanso

  Yo no puedo ir por ahí diciendo que soy usted, está prohibido. No puedo ponerme su nombre, ni sus apellidos, ni su ropa interior. ¿Que me gustaría ser, no sé, Emilio Botín? Pues me aguanto porque se lo ha pedido otro antes que yo. Además, para ser Botín hay lista de espera. Un día, de joven, me presenté en casa de un escritor al que admiraba y le pregunté si me dejaba ser él. Me contestó que ni hablar, que si creía yo que le habían regalado la identidad. Llevaba toda la vida trabajando para conquistarla y no se la iba a entregar al primero que pasara. Me pareció que tenía mucho mérito, pues si es cierto que todos trabajamos para ser alguien, a la mayoría no nos sale. Es más fácil hacer una fortuna que construirse un carácter medianamente aceptable.
Viene todo esto a cuento de que el otro día tropecé en Internet con la nota de un estudiante que solicitaba ayuda a las personas que hubieran leído alguna obra mía. Tenía que redactar, para la asignatura de lengua, un trabajo del que dependía que le aprobaran. Me puse a ello y en un rato le hice llegar unas notas con los contenidos fundamentales de mi obra, así como un apunte biográfico que me pareció original y verdadero a la vez. En vez de firmar con mi nombre, firmé como Emilio Botín, sin intentar hacerme pasar por el banquero. Supongo que hay otros emilios botines, pues ni el nombre ni el apellido son excesivamente raros.
Luego me fui a la cama con la sensación del deber cumplido. Gracias a ese Emilio Botín digital, un estudiante de literatura no tendría que repetir una materia que quizá le resultara odiosa.
Una semana más tarde, sin embargo, el estudiante se quejó de que le habían suspendido porque el trabajo, según su profesor, era una porquería. Estuve a punto de pedirle los datos del profesor, para escribirle, pero me contuve. Lo curioso es que enseguida se manifestó un Juan José Millás que no era yo ofreciéndose a enviar al chico un trabajo garantizado sobre mi obra (sobre la suya, decía el sinvergüenza). El caso es que con este nuevo trabajo el chico obtuvo un sobresaliente. Por un lado me preocupó que hubiera por ahí un Millás mejor que yo, pero por otro me proporcionó una curiosa sensación de descanso, como si ya pudiera morirme.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.607 – AMORaTERAPIA

  Me dispuso a lo largo, es la mejor postura para reconocer ese tipo de aflicciones. La Ciencia, qué duda y deuda cabe, alumbraría vértebra a vértebra el futuro. Siempre me llamó la atención el diagnóstico hecho a base de golpecitos y de hundir dos dedos en mi barriga. No puedo evitar sentirme culpable al recordar las veces que mentí «sí» al médico que aseveraba «te duele aquí, ¿verdad?»;
probablemente por aquel entonces ya había comenzado aquella racha de fingir orgasmos que no finalizó hasta que conocí la perversidad sin límite de una verdad. El bajo cero del fonendo entre la camiseta de algodón y el pecho prepúber, también el metro desmayado de la modista, sinuoso por los brazos, las caderas, las piernas, por la cintura; eso y las aristas severas del escalón entre las nalgas mientras las meriendas de invierno, se encuentran entre los mejores fríos de mi niñez. Todos estos aspectos resultan relevantes para entender el alto poder curativo de aquella intervención.
Desde la primera vez me atendió en casa y no dejó de advertirme de la importancia de un tratamiento continuado. No hizo falta el termómetro entonces, supo que la fiebre subía al ponerme los labios en la frente. O yo con mis otros labios entre sus dedos y sus labios, no sé si me explico. Y es que las manos de un médico, esa su forma, quirúrgica, de tentar entre las costillas, de alzarte por los brazos, de agarrarte la cabeza, son algo más que las manos de un hombre. Aman siempre como buscándote un ganglio.
Acabó exhausto el reconocimiento, recostado en mis piernas, ovillado en mis rodillas. Allí y así se me antojó que auscultaba, sin utillajes, lo redondo y hueco de mi menisco, como si fuera una caracola. «Ahí a veces se escucha el mar», le dije. No creo que entendiera.
Mi médico me cuenta que aún no se siente del todo curado. Que por eso vuelve, cuando acaba la consulta y lee luego algún artículo de investigación, a su terapia de tumbarme y tomarme en grageas e ingerirme por varias vías y rehabilitarse arrastrándome por los tobillos, en esta diálisis que le refresca la sangre y le orea humores.
Se automedica. Dice —y ahí le noto que es verdad que todavía no está del todo sano— que sólo cree en la Ciencia y que son malsanos estos otros remedios y sus entresabores. «Mi única fe es la medicina», insiste, grave, cabecea.
Miente. Lo sé porque el otro día le escuché decir no se qué de las diosas y el sonido del mar.
Y porque a menudo me pica la corva.
Es por su barba.

Carmen Camacho

3.600 – Leyóse en Cuenca…

  Leyóse en Cuenca el edicto de la Inquisición, y entre otras cosas dícese en él que quien supiere de hechicerías y supersticiones las declarase.
Una mujer casada fuese otro día a ver a un inquisidor, y díjole muy afligida que se acusaba de haber aconsejado a una vecina suya que si quería que sus lluecas le sacasen pollos muy crecidos y que se le lograsen todos, que los echase encima algunas veces una capa de un cornudo. Díjole el inquisidor:
—Pues, hermana, ¿cómo sabéis vos que es provechoso ese remedio?
—Señor —respondió ella—, helo probado muchas veces con la capa de mi marido y hame salido muy bien.

Juan de Arguijo
Cuentecillos para el viaje – Editorial Popular – 2011