Capítulo VI, primera parte

juan ramon santosMientras su gruesa mujer y sus llorosas hijas se afanaban por quemar en el brasero, en medio de la calle, todas aquellas sobadas y releídas novelas del oeste, mientras los vástagos de Marcial Lafuente Estefanía y de Zane Grey se retorcían agonizantes entre las llamas, golpeados y deshechos en cenizas por la acción encarnizada de la badila, arriba, en su dormitorio, Teófilo Durán, de pie en calzoncillos largos frente al enorme espejo oval del pesado armario ropero, observaba en tensión, desconfiado y amenazante, su exacto reflejo y exclamaba frunciendo el ceño, «Ha llegado su hora, sheriff Flanagan», empuñando con seguridad el crucifijo de madera, dispuesto a meterle a aquel sucio traidor, una bala certera entre los ojos.

Juan Ramón Santos

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