Soy enemigo de la injusticia. Me lo repito todos los días ante el espejo, en el cuarto de baño. Mi protesta ante una situación injusta no tiene límites… Perdón, los tiene. Lo admito noblemente, no soy capaz de arrodillarme en medio de la calle, rociarme con gasolina y prenderme fuego. Soy tímido, vergonzoso y mis alaridos de terror provocarían ciertamente la atención de todos. No me gusta llamar la atención. Hay otras maneras y otras formas. “Clic”, la radio no deja de hablar. Resulta más difícil hacer lo mismo con el televisor. Mi familia protesta. Y entonces ¿qué puede hacer uno? Un amigo mío no soporta que nadie le contradiga. Su negativa la respalda con violentos puñetazos en la mesa, estrella botellas, vasos y platos contra la pared. ¿Sería yo capaz de hacer lo mismo?, me dije un día. ¿Por qué no? Y estrellé una jarra contra la pared. Estábamos todos sentados, ocupando un tresillo y el locutor decía estupideces. Hecha añicos, los cristales se esparcieron por la habitación. “¡Recoge!”, dijo ella, con voz seca y autoritaria. No tuvo la más mínima consideración hacia mi persona, hacia mi dignidad de padre. Delante de nuestros hijos tuve que recoger, uno por uno, todos los trozos de la jarra, arrodillado… Al estirar el brazo para recoger un trozo de cristal alejado, mi hija protestó: “Papá, agacha la cabeza que no me dejas ver…”.