En el mes de abril, cuando de los campos eran señores los grillos, las altas veletas movidas por el viento, dejaban oír el eco de su tonada diaria.
La mula, atada a la noria y dando vueltas, soñaba que volaba. Yo, en mi afán de escapar, cerraba los ojos y salía en pos de ella.
Juntas, ella y yo, nos volvíamos libres como el viento. Mis dedos rozaban los maizales, levemente, frenando apenas el vuelo loco. A ella le gustaba quedarse quieta como una nube más en el cielo, y en sus ojos se leía la ensoñación por parecerlo.
A mí me gustaba convertirme en la rama de algún árbol, por esa sensación de permanencia y de sentirme parte de ese algo tan verde, florido y besado por el viento.
Y cuando sentíamos nuestro el mismo cielo y toda la música del universo, un grito de adversidad nos despertaba del dulce sueño. De nuevo en la tierra, ella mula, dando vueltas y yo, la niña de las largas trenzas, abrazadas por el mes de abril intercambiábamos una sonrisa cómplice.