Quería abandonar su relación con ella, pero no encontraba el camino. Cada vez que adivinaba una salida la bloqueaba un reproche, un silencio, una cuenta pendiente. La promesa de unos días en el campo, hecha a destiempo. O su propia conciencia, atravesada en el camino y en llamas, bloqueando el paso.
A veces eran simples recuerdos los que le impedían avanzar: fotografías desenfocadas, un jersey azul tejido a mano, viejas canciones de los ochenta grabadas en una casete. O el recuerdo de su olor, una tarde en el cine, como un muro infranqueable. Otras fue el roce perfecto de su piel, la sugerencia de sus pechos todavía firmes bajo la blusa, sus brazos como un refugio. Las más, una corriente profunda, difícil de vadear, en la que nos vemos reflejados y a solas, y eso nos asusta.
Se había perdido en ella. En sus callejones, en sus bifurcaciones, en sus rotondas mal señalizadas. Traspapelado para siempre en los archivos sin índice de su burocracia, deambulaba sin rumbo por la oscuridad de sus descampados, extraviado bajo la densa niebla.
Y se cruzó con otros. Con Clemente Marina, su novio de toda la vida. Con el bueno de Ismael Fuentes, con el que al parecer había mantenido una relación breve en el instituto. Con Ángel sin apellido aún, un becario joven, recién llegado a su departamento. Y con al menos otros dos tipos, cuyas caras no le sonaron. Allí seguían, perdidos también en ella. No pudo evitar preguntarse qué hacían allí. La muy hija de puta.
Parecía una mujer, pero era una trampa mortal: carretera de montaña con curvas, discoteca sin salidas de emergencia. Cuando se conocieron le pareció fácil, sin recodos, pero escondía en su interior un laberinto, un desierto sin sol ni estrellas; un colosal vertedero de brújulas, cubierto por las cenizas de todos los mapas.
