Era un sueño recurrente, repetitivo. Nada extraño tratándose de un profesor universitario sometido a la intensa presión de hablar diariamente en público ante un auditorio numeroso y no siempre atento a sus palabras. Soñaba el profesor que, de pronto, en una clase, se quedaba mudo, en silencio, sin saber qué decir, mientras observaba las caras, mezcla de extrañeza y de burla, de decenas de alumnos que ocupaban el aula. Buscaba entonces en su cartera las fichas, los guiones que siempre acostumbraba a llevar, para seguir un orden o recordar un dato o una fecha, pero las fichas tampoco estaban. Echaba sobre la mesa papeles y más papeles que se referían a otras cuestiones ante las atentas miradas de los alumnos. Los comentarios adversos de estos comenzaban a subir de tono. Algunos muchachos se ponían de pié y hacían el gesto de marcharse. El sudor resbalaba por la cara, y por todo el cuerpo, del profesor y sentía que la angustia le atenazaba.
La congoja del sueño persistía cuando el profesor despertaba. Se levantaba entonces e iba a buscar su cartera de clase a su despacho.
Allí estaban las fichas sobre el tema. Podía seguir durmiendo tranquilo.
Dispuesto a evitar al menos esa segunda parte de levantarse y cerciorarse de que tenía las fichas, bien molesta a veces porque no siempre lograba conciliar de nuevo el sueño, decidió colocar en la cabecera de la cama un pequeño letrero que decía «estoy jubilado».
Pero ni por esas.