Debido a las pesadillas, decidimos que mi hijo viniera a dormir conmigo, mientras pasa la temporada de desvelos de mi pequeña hija, quien duerme con su madre en la habitación contigua. Desde ese día, cuando en las noches mi hijo se levanta con el espasmo del mal sueño, le invento cualquier historia y le digo lo que ya todos saben, que estando conmigo (su padre) nunca le pasará nada. Parece que eso lo tranquiliza y al rato, en efecto, vuelve a cerrar sus ojos apaciblemente. A la mañana siguiente, durante el desayuno, mi hijo le cuenta a mi mujer lo sucedido. Yo lo escucho decir lo que ya todos saben: que conmigo no siente miedo. Que, conmigo, se siente protegido. Obviamente, lo que nadie sospecha es que a mí me sucede lo mismo. Y que en las noches, cuando me aferro a su brazo y entre murmullos le advierto que nada pasa, que esos abismos no existen y que ya pronto vendrá la clara mañana, no es a él a quien hablo, sino a mí mismo.