Gustaba el pastor de alabar las gracias de su joven esposa, entre las que destacaba una rubia y abundante cabellera.
—No hay diosa en el Olimpo cuyos rizos puedan compararse a los tuyos— alardeó un día mientras se bañaban juntos en el río.
Enfurecida al oírlo, la dorada Afrodita convirtió en oro macizo la melena y la muchacha fue arrastrada a lo más profundo del lecho.
Desde entonces su amado cierne las aguas en su busca y, en su afán, no atrapa más que rayos de sol, que escapan a través de la malla.