2.204 – Maguey

pilar galan 65  Valladolid es una de las ciudades con más niebla de España. A eso del atardecer, desde el Pisuerga, empieza a crecer una maraña de jirones que sube hacia el paseo y deja una huella fría en los bancos de piedra.
Si no estás acostumbrado, la helada se te cuela hasta los huesos y te entra una tiritona que no te deja en siete días. Los de aquí salen a la calle preparados. A los que vienen de fuera les toca pagar peaje, ya saben, la gripe con medicamentos dura una semana y sin ellos, siete días. Cosas de médicos. Chistes de médicos. El humor español es muy distinto al suyo. Y las palabras. Le habían dicho que aquí, en Valladolid, la gente hablaba el mejor castellano del mundo. Y sí, hablan bien, pero las sílabas tienen los bordes cortantes del carámbano y las letras se pegan a los labios, perdidas en las grietas.
Cama segura y asistencia médica.
Las otras son muy cariñosas y le dejan rebañar las sobras de la crema pastelera o de la masa de los huesos de santo.
Perrunillas, mantecados, buñuelos de viento.
Sobre la niebla, cuando ya no se ven ni las sombras de los árboles dorados del otoño, se extiende el olor dulce del azúcar del convento.
Tres comidas al día.
Son buenas, las otras. Mayores, pero no lo parecen por su cara que no muestra ni una arruga. Lisitas, sonrosadas. Caras que no han sido tocadas por el sol ni por el frío negro que sube del río a lamer las rejas de su celda.
Son buenas, sí, y la quieren mucho. Y no se ríen cuando habla. Ni cuando tienen que tirar de ella para despertarla, tan dormilona que casi se le cierran los ojos rezando tempranito.
Y aquí solo están ellas, no hombres vociferantes ni gritos ni humo. Solo te tocan ellas.
Aquí combaten el frío a base de caldos calentitos, de ave y vegetales.
Ella se calienta el corazón de otra manera.
Cuando el viento helado agita las hojas más allá del río, reza muy bajito las palabras de antes.
Durazno, maguey, alquejenje, guayaba, guara, arrayana, luma.
No sabe muy bien qué pide con esta plegaria, pero ahuyenta el frío y la niebla, y la lleva a los días de hambre de la infancia, cuando la felicidad se medía por la comida que habían conseguido robar en el mercado, donde el nombre de dios era carnoso, dulce y fresco, y podía morderse hasta quedar saciada.

Pilar Galán
Tecleo en vano. Ed. De la Luna libros. Marzo 2014

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