1.772 – Túnel de lavado

Ignaciompison  Metí mi Seat Ibiza en un túnel de lavado y me devolvieron un Mercedes último modelo. Cuando el empleado me abrió la puerta con una sonrisa servil, me sentí obligado a darle una propina muy superior a la habitual. Llegué a mi casa, que ahora era una gran mansión en cuyo jardín crecían yucas y ciruelos chinos. Dejé el coche junto a un árbol de una especie para mí desconocida. Varias decenas de gorriones descansaban en sus ramas superiores. Oí la voz de mi mujer llamándome desde el interior de la casa. «¿Te has acordado de mis revistas?», me preguntaba. «Sí», contesté, porque bajo el brazo llevaba una revista de modas y dos de decoración. Entré en el salón, cuyos amplios ventanales daban a una extensa superficie de césped y a una piscina con la forma de una inmensa oreja. Cuando se me acercó, yo pensé que quería darme un beso pero lo único que hizo fue recoger sus revistas. «Corre a vestirte, que no hay mucho tiempo», me dijo, subiendo ya por las escaleras. En el otro extremo del salón estaba la mesa del comedor, que dos doncellas preparaban para la cena. Conté el número de sillas: seríamos ocho los comensales. Mi mujer volvió a apremiarme desde el piso superior: «¿Es que no me has oído? Tenemos solo media hora». Subí también yo y entré en una habitación elegida al azar.
A1 ver sobre la cama una camisa limpia y un traje de mi talla comprendí que ahora dormíamos en habitaciones separadas y aquella era la mía. Abrí el armario y me entretuve escogiendo una de mis corbatas y contando mis pares de zapatos. Una vez vestido bajé al piso inferior y me senté a mirar la piscina, que a esas horas de la tarde estaba ya iluminada. Poco a poco fueron llegando los invitados, a los que yo recibía con anodinas fórmulas de cortesía. Durante la cena hablamos de todo un poco. Yo me mantuve la mayor parte del tiempo en silencio y, cuando me pedían mi opinión sobre algún asunto, decía que lo conveniente en ese caso era tomar medidas drásticas. «Medidas drásticas», repetían ellos con admiración, y luego alguno sacudía la cabeza y agregaba: «Está claro. Medidas drásticas. Lo hemos entendido». Después de cenar salimos al jardín y nos servimos unas copas de whisky. De repente descubrí que mi mujer estaba bellísima en su vestido de noche negro. Estaba además tan animada que deseé quedarme a solas con ella. Esperé apenas un cuarto de hora para levantarme y decir que todos esos asuntos de los que habíamos hablado merecían una reflexión reposada. En cuanto se despidieron subimos al piso de arriba. Ahora era yo quien se sentía animado. Mi mujer, en cambio, dijo que se moría de sueño y me indicó la puerta de mi dormitorio. Ya por la mañana, me despertó el trinar de unos pájaros y al asomarme a la ventana vi el mismo árbol desconocido de la tarde anterior. Luego vi mi coche, con el techo y el capot repletos de cagaditas de pájaro. Lo primero que hice después de desayunar fue llevarlo a lavar. Metí el Mercedes en el túnel y me devolvieron mi Seat Ibiza. Di al empleado una propina modesta y decidí pasar por casa. Como el ascensor estaba estropeado, tuve que subir andando. Al ir a abrir la puerta comprobé que el cerrojo estaba echado. Llamé al timbre y oí la voz furiosa de mi mujer en nuestro pequeño recibidor. Me decía que estaba harta de mis aventuras nocturnas. Me gritaba: «¿Qué historia me vas a contar esta vez? ¡Me cuentes lo que me cuentes, no me lo voy a creer!».

Ignacio Martínez de Pisón

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