991 – Lo que nadie sabe

 Mi madre aseguraba que una taza de ruibarbo podía curarlo todo, hasta los males del amor.
Mi padre pensaba que un poco de dinero era mejor que el ruibarbo y el amor (además, podía comprar mucho más que eso). Cuando yo tenía fiebre o estaba triste ella me daba ruibarbo. Mi padre me dejaba algunas monedas.
Cuando ella murió él se metió en su cuarto, apagó la luz y sentí que lloraba bajito. Jamás lo había visto hacer esas cosas y el aire empezó a faltarme.
Toqué la puerta y cuando me abrió dejé en su mano una moneda.

John Jairo Junieles

990 – Patio de tarde

 A Toby le gusta ver pasar a la muchacha rubia por el patio. Levanta la cabeza y remueve un poco la cola, pero después se queda muy quieto, siguiendo con los ojos la fina sombra que a su vez va siguiendo a la muchacha rubia por las baldosas del patio. En la habitación hace fresco, y Toby detesta el sol de la siesta; ni siquiera le gusta que la gente ande levantada a esa hora, y la única excepción es la muchacha rubia. Para Toby la muchacha rubia puede hacer lo que se le antoje. Remueve otra vez la cola, satisfecho de haberla visto, y suspira. Es simplemente feliz, la muchacha rubia ha pasado por el patio, él la ha visto un instante, ha seguido con sus grandes ojos avellana la sombra en las baldosas. Tal vez la muchacha rubia vuelva a pasar. Toby suspira de nuevo, sacude un momento la cabeza como para espantar una mosca, mete el pincel en el tarro, y sigue aplicando la cola a la madera terciada.

Julio Cortazar

989 – Un sueño

 En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de maderas y un banco.
En esa celda circular, un hombre que se parece a mi escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular…El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

Jorge Luis Borges

988 – El olvido fatal

 Se apagaron las luces del escenario y un aplauso prolongado quebró el silencio de la sala. El joven mago acababa de desaparecer en escena ante la absorta mirada del público, consumando una ilusión inexplicable y nunca antes lograda.
Fue la última función del ilusionista, que jamás logró recordar la segunda parte del truco.

Martín Gardella
Instantáneas (Buenos Aires, Andrómeda, 2010)

987 – Ahora que se escriben en piedra

¡Qué raro que me llame Federico!

Lorca

Hasta los once años me llamé Federico, a pesar de que a mis padres no les convencía mucho el nombre. No está formado, decían. Cuando se le escriba en la cara, le pondremos uno más afín. Y así fue: a los doce, con el cambio de voz, decidieron que Federico ya no correspondía con mi talante, que el mejor nombre que me podía ir para la adolescencia recién estrenada era el de Francisco, Paco para los amigos. Este nombre me duró justo hasta la noche de bodas, cuando en pleno éxtasis, mi mujer me llamó Carlos. “Me casé con Paco y me desvirgó Carlos”, era la típica broma que solía hacer a los amigos.
Desde entonces, he cambiado de nombre en cuatro ocasiones más. A veces incluso solapando épocas: en la oficina y en el gimnasio me sentía Luis pero el cuerpo me pedía ser Raúl para echarme los faroles en la partida de póquer de los jueves.
Mis amigos, los de toda la vida, se confundían. Para no marearlos demasiado y evitar malentendidos, consentí en colgarme al cuello una medalla bien visible con el nombre vigente grabado. Aun así les costaba, decían que no era normal, que ellos habían nacido con uno y que el mismo les habría de durar toda la vida. Yo les decía que habían tenido suerte, que sus rostros se habían amoldado a sus nombres, que los habían aceptado. Para tranquilizarlos, les decía que algún día todos nos llamaríamos igual.

Ginés S. Cutillas

984 – Mi esquizofrenia

 Mi esquizofrenia va de mal en peor: mi segunda personalidad dice que, como no se lleva bien con la primera, se aliará con la tercera para mitigar su soledad. La primera, entretanto, alega que, por más esfuerzos que hace, no logra congeniar con la segunda, razón por la cual formará alianza con la cuarta, habida cuenta de que si la tercera se lleva bien con la segunda, es imposible que se lleve bien con ella. Afortunadamente, me he podido mantener al margen de esta absurda disputa y no he sido involucrado en lo que, a todas luces, es una malsana maraña de incomprensiones.

Armando José Sequera

983 – Progenie

manuel Moyano2 Un viento helado asola las calles de Walterschlag. Johannes Hiedler sube a su dormitorio, se desnuda con cierta premura y se desliza bajo las sábanas en busca del contacto cálido de su esposa. La besa. La abraza. Han pasado apenas cinco minutos cuando se dispone a derramar su simiente –entre bramidos espasmódicos– en el vientre de Anna Maria Neugeschwandtner. Es marzo de 1762. Johannes Hiedler no tiene forma de saber que su inminente desahogo va a dar como resultado un hijo llamado Martin, el cual a su vez engendrará con el tiempo (fruto de una relación incestuosa) un varón bautizado Johann Nepomuk. El señor Hiedler tampoco puede saber que este Johann Nepomuk tendrá un bastardo de nombre Alois, quien, hacia 1885, hará germinar en el seno de Klara Pölzl un vástago llamado Adolf. Johannes Hiedler, por supuesto, ignora también que ese futuro tataranieto cambiará su apellido por el de Hitler y que, durante la primera mitad del siglo xx, acabará por desencadenar una hecatombe de dimensiones planetarias. Johannes Hiedler no puede saber nada de todo eso, claro, así que ahora regresemos a su confortable hogar en la ciudad austriaca de Walterschlag, a marzo de 1762, y dejémosle culminar esta sencilla noche de amor.

Manuel Moyano

982 – Palomas, mago

 El mago se saca palomas de la manga, las hace aparecer de la galera. Después de un corto revoloteo, las palomas se posan en el dedo del mago, que las traslada a su vez a una percha.
¿Por qué no se escapan volando? pregunta un niño. Porque les cortan las alas, explica el padre. Algunos magos les cortan las plumas de una sola de las alas y es suficiente para que no puedan volar. Otros, para evitar que el público se de cuenta, les cortan una pluma por medio de los dos lados. Durante la actuación, cuando la paloma abre sus alas, parecen completas, pero así mutiladas no le permiten sustentarse en el aire. También hay algunos pocos magos, muy hábiles, que logran adiestrarlas de modo que no escapen.
Cuando termina su número, mago y palomas se van a su carromato. Las palomas doblan al mago en cuatro y lo guardan en su caja.

Ana María Shua