Las cárceles más baratas del mundo

eduardo galeano35 Franco firmaba las sentencias de muerte, cada mañana, mientras desayunaba.
Los que no fueron fusilados, fueron encerrados. Los fusilados cavaban sus propias fosas y los presos construían sus propias cárceles.
Costo de mano de obra, no hubo. Los presos republicanos, que alzaron la célebre prisión de Carabanchel, en Madrid, y muchas más por toda España, trabajaban, nunca menos de doce horas al día, a cambio de un puñado de monedas, casi todas invisibles. Además, recibían otras retribuciones: la satisfacción de contribuir a su propia regeneración política y la reducción de la pena de vivir, porque la tuberculosis se los llevaba más temprano.
Durante años y años, miles y miles de delincuentes, culpables de oponer resistencia al golpe militar, no sólo construyeron cárceles. Fueron también obligados a reconstruir pueblos derruidos y a hacer embalses, canales de riego, puertos, aeropuertos, estadios, parques, puentes, carreteras; y tendieron nuevas vías de tren y dejaron los pulmones en las minas de carbón, mercurio, amianto y estaño.
Y empujados a bayonetazos erigieron el monumental Valle de los Caídos, en homenaje a sus verdugos.
Eduardo Galeano

Frustración

orlando romano –¿Cómo puedes decir eso, Elena? Llevamos cuarenta años de matrimonio. Nuestros hijos son personas maravillosas. Nuestros nietos nos adoran. Nosotros somos saludables, no tenemos problemas económicos y nos amamos. ¿Qué te hace pensar que fracasamos?
–Hombre, ¿es que no te has dado cuenta? Cada domingo, cuando venimos a desayunar a este café, siempre hay alguna joven pareja que nos mira con pena.

Orlando Romano

Soy un genio

PedroHerrero Me costó mucho localizar la exótica tienda de antigüedades, en aquel barrio lleno de calles estrechas y mal iluminadas. Pero aún fue más difícil entenderme con el dueño del local (un anciano enjuto y misterioso), cuando le pedí un pequeño objeto de regalo que pudiera llevarme de recuerdo a mi país: una lámpara de Aladino, para demostrar a mi mujer que no me olvidaba de ella en mi viaje de negocios. La lámpara era preciosa, pero al parecer había que respetar un estricto protocolo a la hora de manipularla. Así que su propietario se esforzó en traducirme, una por una, todas las indicaciones que mostraba un viejo pergamino, relativas a la forma de cogerla, frotarla y formular los deseos correspondientes. Yo no entendí nada, aunque todo aquello se me antojó muy divertido, si bien en algún momento sospeché que no se trataba de ninguna broma. Ya en casa, dispuse el regalo en el mueble bajo del recibidor, para que mi mujer se llevara una sorpresa, y guardé las instrucciones con la intención de enseñárselas más tarde. Algo hice mal. No sé, quizá froté la lámpara a destiempo en una zona equivocada, todo ocurrió muy deprisa. Al llegar mi mujer, descubrió mi equipaje en el dormitorio y me buscó inútilmente por todas las dependencias. Al cabo de unos años se volvió a casar. Supongo que ahora es feliz, ya que nunca ha necesitado frotar la lámpara y pedirme al menos uno de los tres deseos. Y, por lo visto, la mujer de la limpieza tampoco está por la labor.
Pedro Herrero

Ficciones

Ruben Abella Alguien se sentó junto a él en el autobús y abrió una novela.
En sus páginas pudo leer cómo un hombre en gabardina se acercaba a una mujer en una esquina de luz macilenta. No llegó a saber qué le dijo, pues tuvo que levantarse a toda prisa para no pasarse de parada.
Caminó un trecho por la acera desierta, envuelto en el eco nocturno de sus propios pasos. En la esquina de las calles Bravo Murillo y Naranjo vislumbró a una mujer que esperaba bajo una farola enferma. Se acercó a ella con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina. Quiso hablarle, pero no le salieron las palabras. Ella lo miró con tristeza y dijo:
—Deberías haberte bajado en la siguiente, cariño.
Rubén Abella

Tienes suerte

jose-emilio-pacheco ¿Te bautizaron? Sí. Nada de `sí´, responde `Sí señor´, no estás hablando con un indio como tú. ¿Hiciste tu primera comunión? Sí señor. ¿Eres católico? Soy creyente, señor. ¿Qué quiere decir eso? Creo en Dios pero no voy a misa. Entonces no eres católico. ¿Te casaste por la iglesia? Cuando me casé ya estaban cerradas las iglesias, señor. Ah, vives en el pecado. ¿Tienes hijos? El primero nacerá en octubre, señor. ¿No te avergüenzas ante él por ser un asesino? No soy un asesino, señor: si maté a alguien fue en combate y no supe su nombre ni vi su cara. Después de todo los cristeros también matan ¿o no? ¡Insolente, ustedes asesinan, nosotros hacemos justicia y defendemos nuestra Santa Fe! Sí señor.
Bueno, pues tienes suerte, pelón: sólo por el niño que va a nacer te doy la oportunidad de arrepentirte. Capitán, a éste no me lo fusilan, nomás me le cortan la lengua y las orejas.
José Emilio Pacheco

No debería haber teléfonos en el hogar de un minero

aitana castano Marisa no tuvo que levantar el auricular para saber lo que le iban a decir al otro lado del hilo telefónico: eran las cuatro menos diez de la madrugada y Jaime estaba en el pozu… pero lo levantó. —Marisa, oye mira que soy Serafín, ¿tas bien?, vete a buscar a la mi muyer, nun tes sola, ye que mira… Marisa oye dime algo… Marisa colgó el teléfono sin decir nada, arropó a Jacobo que dormía en la cuna y comenzó a llorar. Al poco, sonó el timbre. Eran las vecinas. Ellas tampoco dijeron nada.
Aitana Castaño

Un día de estos

ggarciamarquez El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
Gabriel García Márquez