La verdadera crueldad de las espinas no reside en tenerlas sino en irlas perdiendo, dejándolas prendidas en la azorada piel de quien tenga la osadía de acercársenos.Luisa Valenzuela
La verdadera crueldad de las espinas no reside en tenerlas sino en irlas perdiendo, dejándolas prendidas en la azorada piel de quien tenga la osadía de acercársenos.Luisa Valenzuela
A lo largo de los años cada tanto aparece en mi Outlook el mensaje de un misterioso admirador proponiendo encontrarnos tal día a tal hora en tal café a tomar un café. Me alegro y de inmediato acepto. Pero el siempre cancela en el último momento. A pesar de lo reiterado del juego, mientras la invitación titila, yo me pregunto, ilusionada: ¿será tórrido, fuerte, negro, dulce, con buena y espumante leche, estará cortado? Me refiero al café, naturalmente.Luisa Valenzuela
Pobre. Su situación económica era pésima. Estaba con una mano atrás y la otra delante. Pero no la pasó del todo mal: supo moverlas.Luisa Valenzuela
Me acerqué a la planta perenne de tronco leñoso y elevado que se ramifica a mayor o menor altura del suelo y estiré la parte de mi cuerpo de bípeda implume que va de la muñeca a la extremidad de los dedos para recoger el órgano comestible de la planta que contiene las semillas y nace del ovario de la flor.
El reptil generalmente de gran tamaño me alentó en mi acción dificultosa que se acomete con resolución. Luego insté al macho de la especie de los mamíferos bimanos del orden de los primates dotado de razón y de lenguaje articulado a que comiera del órgano de la planta. Él aceptó mi propuesta con cierto sentimiento experimentado a causa de algo que agrada.
Pocas cosas tienen nombre, por ahora. A esto que hicimos creo que lo van a denominar pecado. Si nos dejaran elegir, sabríamos llamarlo de mil maneras más encantadoras.
Luisa Valenzuela
Estábamos cenando plácidamente en casa de los López Farnesi, tan agradables ellos, tan buenos anfitriones, cuando el desconocido empezó a contar su historia:Luisa Valenzuela
En primera instancia eligió las más bella y dorada de las hojas del bosque; pero estaba seca y se le resquebrajó entre los dedos. Con la roja, también muy vistosa, le ocurrió lo contrario: resultó ser blandita y no conservó la forma. Una hoja notable por sus simétricas nervaduras le pareció transparente en exceso. Otras hojas elegidas acabaron siendo demasiado grandes, o demasiado pequeñas, o muy brillantes pero hirsutas, ásperas o pinchudas.
Los años pasan, los recuerdos quedan, se congelan y se llenan de aristas y dobleces. El amable señor de edad avanzada, tan atildado y recto, un verdadero dandy, se nos acercó en el aeropuerto con la sana intención de impresionarnos, a mi hija y a mí. Piloto de fórmula uno, había sido. Ni mosqueamos. Había tenido un yate para navegar por el Caribe; sonreímos distraídas. Prestamos más atención cuando dijo que su gran amigo de juventud había sido el Che Guevara. «Yo le apretaba el aparatito a él, él me apretaba el aparatito a mí», agregó. Ni tiempo tuve de alzar las cejas. El señor tan atildado -saco de tweed, chaleco color canario- se apresuró en tranquilizarnos: «Los dos éramos asmáticos», aclaró como al descuido.
Luisa Valenzuela
El primer día de enero se despertó al alba y ese hecho fortuito determinó que resolviera ser metódico en su vida. En adelante actuaría con todas las reglas del arte. Se ajustaría a todos los códigos. Respetaría, sobre todo, el viejo y buen abecedario que, al fin y al cabo, es la base del entendimiento humano.
Para cumplir con este plan empezó como es natural por la letra A. Por lo tanto la primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas, arroz con azafrán, asado a la árabe y ananás. Adquirió anís, aguardiente y hasta un poco de alcohol. Solamente anduvo en auto, asistió asiduamente al cine Arizona, leyó Amalia, exclamó ¡ahijuna! y también ¡aleluya! y ¡albricias! Ascendió a un árbol, adquirió un antifaz para asaltar un almacén y amaestró una alondra.
Todo iba a pedir de boca. Y de vocabulario. Siempre respetuoso del orden de las letras la segunda semana birló una bicicleta, besó a Beatriz, bebió Borgoña. La tercera cazó cocodrilos, corrió carreras, cortejó a Clara y cerró una cuenta. La cuarta semana se declaró a Desirée, dirigió un diario, dibujó diagramas. La quinta semana engulló empanadas y enfermó del estómago.
Cumplía una experiencia esencial que habría aportado mucho a la humanidad de no ser por el accidente que le impidió llegar a la Z. La decimotercera semana, sin tenerlo previsto, murió de meningitis.
Luisa Valenzuela
En el silencio absoluto tronó la voz estremecedora: ¡Hágase la luz!
Las partículas de oscuridad, flotando en el infinito espacio, percibieron una vibración y se miraron entre sí, azoradas. Aún no existía la palabra luz, ni la palabra hágase, ni siquiera el concepto palabra. Y la noche perduró inconmovida.
¡HÁGASE LA LUZ! volvió a ordenar la voz, ya más perentoria.
Sin resultado alguno.
Entonces, en la opacidad reinante, Aquél de las palabras recién estrenadas hubo de concentrar su esencia hasta producir algo como un protuberante punto condensado que al ser oprimido hizo clic. Y cundió la claridad como un destello. Y se pudo oír la queja de ese Alguien:
-¡Ufa! ¡Tengo que hacerlo todo Yo!
Luisa Valenzuela
Con mi manera simple de resolver problemas no siempre me ha ido bien. Ahora mismo, sin ir mas lejos, me encuentro internada en una cárcel de máxima seguridad. Reconozco sin embargo que antes viví momentos sublimes: cuando compré el matarratas, por ejemplo, o cuando él comenzó con las convulsiones, tan vistosas.
Luisa Valenzuela