Muchas veces asistí al nacimiento de los polluelos, que se anunciaba con un breve temblor en el huevo. A continuación la cáscara se quebraba ligeramente en algún punto y en seguida aparecía el animal, amarillo, húmedo, perplejo. Lo más impresionante de aquel espectáculo incomprensible era precisamente el rostro de perplejidad del bicho. Miraba a un lado y otro con la expresión del que ha salido del metro en Marte por error. Una incubadora no es lugar para venir a este mundo.
-Y pensar que hay gente que no cree en Dios -decía mi madre intentando dar una clase de religión práctica.
Yo no decía nada, porque en casa estaba muy mal visto disentir de las manifestaciones teológicas, pero pensaba que los pollos de incubadora tenían todas las razones del mundo para ser unos ateos redomados. Quizá lo fueran. Ahora bien, visto cómo han evolucionado las cosas para estos pobres animales proveedores de dioxina, quizá hayan acabado creyendo en la existencia del diablo. Es lo que decía mi madre también en sus últimos días, al enterarse de los progresos de la ingeniería genética:
-Y pensar que hay gente que no cree en el diablo.