3.685 – La isla del tesoro

  Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior de la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Con un último esfuerzo encontraríamos el legendario tesoro del capitán Morgan.
—Aquí —dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado, había señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un esqueleto humano.
—Todo concuerda —dijo Gucio—. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol llega a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el esqueleto mostraba sus dientes, sonriente. Respirando pesadamente, nos sentamos encima del cofre.
—Quince años —dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito: “Bésenme el culo. Morgan”.
—El objetivo nunca es lo importante —dijo Gucio—. Lo que cuenta es el esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.

Slawomir Mrozek

3.684 – El árbol

 Vivo en una casa no lejos de la carretera. Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol.
Cuando yo era niño, la carretera era aún un camino de tierra. Es decir, polvorienta en verano, fangosa en primavera y en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual que los campos. Ahora es de asfalto en todas las estaciones del año.
Cuando yo era joven, por el camino pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de caballos. Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde.
Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi parcela.
Recibí un escrito de la Autoridad. “Existe el peligro –decía el escrito– de que un coche pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que talarlo”.
Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al primero, disparé. Pero no acerté. Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio.
Traté de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada.
No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando. ¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un accidente?
Y no les costaría nada, aparte de la munición. ¿Acaso es un gasto excesivo?

Slawomir Mrozek

3.683 – La papelera

  Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de ellas con aspecto de mendigo, meter la mano en la papelera que estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas las mañanas dejaba mi coche.
Era un suceso trivial que me creaba cierta animadversión, porque es difícil sustraerse a la penosa imagen de ese vicio de urracas, sobre todo si se piensa en las sucias sorpresas que la papelera podía albergar.
Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía era algo inconcebible, pero aquella mañana, tras la tremenda discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era la causa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y al caminar hacia mi oficina la papelera me atrajo como un imán absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún observador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe decisión con que se lo había visto hacer a aquellos penosos rastreadores que me habían precedido.
Decir que así cambió mi vida es probablemente una exageración, porque la vida es algo más que la materia que la sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para sobrellevarla. La vida es, antes que nada y en mi modesta opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de lo que tenemos.
Pero sí debo confesar que muchas cosas de mi existencia tomaron otro derrotero.
Me convertí en un solvente empresario, me separé de mi mujer y contraje matrimonio con una jovencita encantadora, me compré una preciosa finca y hasta un yate, que era un capricho que siempre me había obsesionado y, sobre todo, me hice un trasplante capilar en la mejor clínica suiza y eliminé de por vida mi horrible complejo de calvo, adquirido en la temprana juventud.
El billete de lotería que extraje de la papelera estaba sucio y arrugado, como si alguien hubiese vomitado sobre él, pero supe contenerme y no hacer ascos a la fortuna que me aguardaba en el inmediato sorteo navideño.

Luis Mateo Díez

3.682 – El cangrejo

  Entre las muchas virtudes de Chuang-Tzu estaba la habilidad en el dibujo. El rey le pidió que dibujase un cangrejo. Chuang-Tzu dijo que necesitaba cinco años de trabajo, y un palacio con doce sirvientes.
A los cinco años aún no había empezado el dibujo.
«Necesito otros cinco años», dijo Chuang-Tzu. El rey se los concedió.
Transcurridos diez años, Chuang-Tzu cogió el pincel y en un momento, de un solo gesto, pintó un cangrejo. El cangrejo más perfecto que jamás se ha visto.

Italo Calvino

3.680 – Camélidos

  El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues guedejas están cinceladas por el duro viento de las montañas, donde ella se pasea con arrogancia, levantando el cuello esbelto para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba todavía más alto la destilación suprema del aire enrarecido.
Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el viento desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas.
Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para el solitario, la llama afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria.

Juan José Arreola

3.678 – La guardadora de secretos

  Llenaba de secretos sus enormes orejas por el puro placer de recontarlos de noche y jurarse, solemnemente, con peligro de muerte, el solo pensamiento de difundirlos.
Esta costumbre incentivaba en otros la costumbre antigua de contar secretos peligrosos que dejaban sin aliento al mismo diablo. Prometía olvidarlos, no sólo oírlos; pero no es verdad eso primero que acabó de decir. No podía olvidar, porque en el recuerdo de tenerlos para no decirlos consistía su secreto juego.
Un día de lluvia dejó de tender su cama a la mañana, para oír un misterioso asunto de unos amores a bordo de un crucero que navegaba con viento de través y sin sextante, y que acabó naufragando por ojo en la bajada del río Orinoco. Y de resultas de este acontecimiento, como vinieron unos a traspasar una herencia de cafetales y monedas de oro a manos no legalmente apropiadas.
Otro día de junio del año del Señor, teniendo ya dispuesta el agua de la tina, no llegó a bañarse, por atender el relato de una vieja leprosa y perfumada que narraba, silbando las vocales, como una delincuente de robos y muertes de arma blanca, con nombre falso, había jurado falsamente, sobre una falsa Biblia, un verdadero puesto de mando en el gobierno.
Y así fue abandonando lo que llamaba tonterías, como peinarse, sacarse el camisón, abrir los postigos, cocinarse y barrer el suelo, salir y ver el sol, por oír los secretos que tan celosamente sabía guardar, pero que no olvidaba.
Llegó a tener ochenta y nueve mil, y la mirada ciega de los santones, y de los simples, y de los guardadores de secretos.

Norma Aleandro
Poemas y cuentos de Atenázor (Bs As: Edit. Sudamericana, 1985) En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990). 

3.677 – El emperador de China

  Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más profundo del palacio imperial, nadie se dio cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que lo supo fue Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el imperio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado, del difunto emperador. ¿Veis? -dijo – Durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo. Merezco ser el emperador.
El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan perfecto como su predecesor y la prosperidad del imperio continuase.

Marco Denevi

3.676 – Maletas

  En mi caso hacer el equipaje es toda una batalla, tengo pocas cosas pero mal definidas, hasta el punto que desconozco qué poseo en realidad, tan solo sé que algu¬nas pertenencias son ligeras y ovaladas pero éstas a veces se alargan inesperadamente hasta romperse y vaciarse por completo. Otras en cambio son pesadas y con sólo pensar en ellas modifican su forma, estorban por todas partes, me tropiezo con ellas, tengo las piernas llenas de hematomas, algún día van a lograr que me caiga y me dé un mal golpe.
Hay incluso algunas cuya existencia es dudosa, a menudo ignoro si pertenecen al pasado, al presente o tan sólo al universo de mis sueños. Así que no es extraño que a la hora de hacer las maletas nunca sepa si voy a tardar mucho o poco, son tantas las conjeturas, las hipótesis … La sucesión de enigmas me rompe los nervios, me fatiga en extremo, me deja sin fuerzas para nada. Y claro, en esas circunstancias siempre acabo anulando mis viajes.

Julia Otxoa