Entre las muchas virtudes de Chuang-Tzu estaba la habilidad en el dibujo. El rey le pidió que dibujase un cangrejo. Chuang-Tzu dijo que necesitaba cinco años de trabajo, y un palacio con doce sirvientes.
A los cinco años aún no había empezado el dibujo.
«Necesito otros cinco años», dijo Chuang-Tzu. El rey se los concedió.
Transcurridos diez años, Chuang-Tzu cogió el pincel y en un momento, de un solo gesto, pintó un cangrejo. El cangrejo más perfecto que jamás se ha visto.
Categoría: Italo Calvino
2.060 – Érase un país donde todos eran ladrones
Por la noche, cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar, al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada.
Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno robaba al otro y éste a otro y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero. En aquel país el comercio sólo se practicaba en forma de embrollo, tanto por parte del que vendía como del que compraba. El gobierno era una asociación creada para delinquir en perjuicio de los súbditos, y por su lado los súbditos sólo pensaban en defraudar al gobierno. La vida transcurría sin tropiezos, y no había ni ricos ni pobres.
Pero he aquí que, no se sabe cómo, apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en lugar de salir con la bolsa y la linterna, se quedaba en casa fumando y leyendo novelas.
Llegaban los ladrones, veían la luz encendida y no subían.
Esto duró un tiempo; después hubo que darle a entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no dejar hacer a los demás. Cada noche que pasaba en casa, era una familia que no comía al día siguiente.
Frente a esas razones el hombre honrado no podía oponerse. También él empezó a salir por la noche para regresar al alba, pero no iba a robar. Era honrado, no había nada que hacer. Iba hasta el puente y se quedaba mirando pasar el agua.
Volvía a casa y la encontraba saqueada.
En menos de una semana el hombre honrado se encontró sin un céntimo, sin tener qué comer, con la casa vacía. Pero hasta ahí no había nada que decir, porque la culpa era suya; lo malo era que de ese modo suyo de proceder nacía un gran desorden. Porque él se dejaba robar todo y entre tanto no robaba a nadie; de modo que había siempre alguien que al regresar al alba encontraba su casa intacta; la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que al cabo de un tiempo los que no eran robados llegaron a ser más ricos que los otros y no quisieron seguir robando. Y por otro lado, los que iban a robar a la casa del hombre honrado la encontraban siempre vacía; de modo que se volvían pobres.
Entre tanto los que se habían vuelto ricos se acostumbraron a ir también al puente por la noche, a ver correr el agua. Esto aumentó la confusión, porque hubo muchos que se hicieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres.
Pero los ricos vieron que yendo de noche al puente, al cabo de un tiempo se volverían pobres. Y pensaron: “Paguemos a los pobres para que vayan a robar por nuestra cuenta”. Se firmaron contratos, se establecieron los salarios, los porcentajes: naturalmente siempre eran ladrones y trataban de engañarse unos a otros. Pero como suele suceder, los ricos Se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.
Había ricos tan ricos que ya no tenían necesidad de robar o de hacer robar para seguir siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres les robaban. Entonces pagaron a los más pobres de los pobres para defender de los otros pobres sus propias casas, y así fue como instituyeron la policía y construyeron las cárceles.
De esa manera, pocos años después del advenimiento del hombre honrado, ya no se hablaba de robar o de ser robados sino sólo de ricos o de pobres; y sin embargo, todos seguían siendo ladrones.
Honrado sólo había habido aquel fulano… y no tardó en morirse de hambre.
Italo Calvino
1.960 – Nerón y Berta
Berta era una pobre hilandera, muy habilidosa, que se pasaba el día trabajando. Una vez, en la calle, se encontró con Nerón, emperador romano, y le dijo:
—¡Dios te dé salud para que vivas mil años!
Nerón, que era tan déspota que nadie lo podía ver, se quedó tieso al oír que alguien le deseaba que viviera mil años y repuso:
—¿Y por qué me dices eso, buena mujer?
—Porque, después de uno malo, siempre viene uno peor.
—Bien. Todo lo que hiles desde ahora hasta mañana por la mañana, llévamelo al palacio —le dijo Nerón, y se marchó.
Berta, hilando, pensaba: “¿Qué querrá hacer con el lino que estoy hilando? ¡Mientras que mañana no lo use como cuerda para colgarme! De ese tirano se puede esperar cualquier cosa”.
Por la mañana, se presenta puntualmente en el palacio. Nerón la hace entrar, recibe todo el lino que había hilado, y le dice:
—Sujeta un extremo del ovillo en la puerta del palacio y camina hasta que se termine el hilo.
Luego, llamó al mayordomo de palacio y le dijo:
—En toda la longitud del hilo, el espacio de uno y otro lado del camino pertenece a esta mujer.
Berta le dio las gracias y se fue muy contenta. A partir de entonces, ya no tuvo necesidad de hilar, pues se había convertido en una señora.
Cuando la noticia se difundió en Roma, todas las mujeres que comían una vez al día se presentaron a Nerón con la esperanza de recibir un regalo como el que había recibido Berta. Pero Nerón respondía:
—Ya pasaron los tiempos en que Berta hilaba
Italo Calvino
Cuentos populares italianos – Roma
1.938 – La ciencia de la pereza
Para los turcos, Dios no nos ha impuesto castigo más brutal que el trabajo. Por esa razón, cuando su hijo cumplió 14 años, un viejo turco, buscó al profesor de la comarca para que se ejercitara en la pereza.
El profesor era conocido y respetado, pues en su vida sólo había escogido la senda del menor esfuerzo. El viejo fue a visitarlo y lo encontró en el jardín, tendido sobre cojines, a la sombra de una higuera. Lo observó un poco, antes de hablarle. Estaba quieto como un muerto, con los ojos cerrados, y sólo cuando escuchaba el ¡chas! que anunciaba la caída de un higo maduro a poca distancia, estiraba lánguidamente el brazo para cogerlo, llevárselo a la boca y tragárselo.
“Éste es, sin duda, el profesor que necesita mi hijo”, se dijo. Se acercó y le preguntó si estaba dispuesto enseñarle a su hijo la ciencia de la pereza.
—Hombre —le dijo el profesor con un hilo de voz—, no hables tanto que me canso de escucharte. Si quieres transformar a tu hijo en un auténtico turco, mándamelo y basta.
El viejo llevó a su hijo, con un cojín de plumas debajo del brazo, y le dijo:
—Imita al profesor en todo lo que no hace.
El muchacho, que sentía especial inclinación por esa ciencia, vio que el profesor, cada vez que caía un higo, estiraba el brazo para recogerlo y engullirlo. “¿Por qué esa fatiga de estirar el brazo?”, pensó, y se mantuvo recostado con la boca abierta. Le cayó un higo en la boca y él, lentamente, lo mandó al fondo. Luego volvió a abrir la boca. Cayó otro higo, esta vez un poco más lejos; el discípulo no se movió, sino que dijo, muy despacito:
—¿Por qué tan lejos? ¡Higo, cáeme en la boca!
El profesor, al advertir la sapiencia de su discípulo, le dijo:
—Vuelve a casa, que aquí nada tienes que aprender. Soy yo, más bien, quien debe aprender de ti.
Y el hijo volvió con el padre, que dio gracias al cielo por haberle dado un vástago tan ingenioso.
Italo Calvino
Cuentos populares italianos (Trieste)
1.889 – Marzo y el pastor
Había un pastor que tenía más ovejas y carneros que granos de arena hay en la orilla del mar. Pese a todo, siempre andaba preocupado de que se le muriese alguno. El invierno era largo, y el pastor no hacía más que suplicar a los Meses:
—¡Diciembre, sé propicio! ¡Enero, no me mates las bestias con la helada! ¡Febrero, si te portas bien conmigo, siempre te rendiré honores!
Los Meses oían los ruegos del pastor y, sensibles como son a todo acto de homenaje, no mandaron lluvia ni granizo, ni enfermedad del ganado. Las ovejas y los carneros continuaron pastando todo el invierno y ni siquiera pescaron un resfriado.
Pasó también Marzo, que es el mes de carácter más difícil; y anduvo bien. Se llegó al último día del mes, y el pastor ya no tenía miedo de nada; ahora vendría Abril, la primavera, y el rebaño estaba a salvo. Dejó su tono suplicante y empezó a burlarse y a fanfarronear.
—¡Oh, Marzo! ¡Oh, Marzo! Tú que eres el terror de los rebaños, ¿a quién crees que asustas? ¿A los corderitos? ¡Vamos, Marzo, yo ya no tengo miedo! ¡Estamos en primavera, ya no puedes causarme daño! ¡Marzo tonto, puedes irte directamente a donde ya sabes!
Al oír las palabras de ese ingrato, Marzo perdió los estribos. Corrió hecho una furia a casa de su hermano Abril y le pidió prestados tres días. Abril accedió, pues le tenía cariño a su hermano. Entonces, Marzo recogió vientos, tempestades y pestes que andaban sueltos y después los descargó sobre el rebaño del pastor. El primer día, murieron todos los carneros y las ovejas que no estaban muy fuertes. El segundo día, les tocó a los corderos. El tercer día, no quedó un animal vivo en todo el rebaño… y al pastor sólo le quedaron los ojos para llorar.