¿Qué fuerza, qué imán, qué poder oculto tenía aquel viaducto que inducía a la gente a arrojarse desde él? Nadie lo sabía. Un día, un hombre de aspecto modesto. En otra ocasión una señora de edad avanzada que, antes de saltar la barandilla con grandes dificultades, depositó el capazo con la compra del mercado cuidadosamente sobre la acera… En cierta ocasión, otro hombre que transitaba por el viaducto escuchando a un sacerdote abandonó de improviso la compañía de este último y se arrojó rápidamente al vacío. El sacerdote expresó un gesto de impotencia… Colocaron a un guardia de vigilancia y con el tiempo también el guardia se arrojó al vacío. Colocaron a otro guardia, al cual doblaron el sueldo, y éste continuó en su puesto, por fortuna, hasta el día de su jubilación… Murió también en el acto.
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3.582 – Del trópico
Era un sapo de tonalidades castañas, blando cuerpo y sangre fresca, acostumbrado a las alfombras de helecho y musgo. Incansable buscador de sombra, al que le daba lo mismo dormitar entre la humedad de las cortezas o enterrado en el lodo del pantano. Amante de las zambullidas en arroyos y charcos. Barro saltarín que jugaba a quedarse quieto entre las cañas, cuando el aire de la tarde hacía silbar los carrizales. Anfibio satisfecho de croar mientras las estrellas se desleían sobre el espejo del remanso. Batracio despreocupado y feliz… hasta que una bruja lo convirtió en príncipe.
Queta Navagómez
3.575 – El amor
Liliana tiene las rodillas más redondas y mullidas que he conocido nunca. Sus piernas son dos ríos blancos. Ella siempre procura dejarlas al descubierto tirando con disimulo del vestido, sonriendo desde su silla de ruedas.
El cuerpo de Liliana está paralizado desde la cadera hasta los pies, que son pequeños y están siempre de puntas, como si estuvieran a punto de tocar el suelo. Ella pasea sentada. Espera sentada. Seduce sentada. Va, viene y regresa en su asiento perfumando toda la casa. Liliana me trastorna. Si la desease más, moriría asfixiado. Cuando se abre su sonrisa y las rodillas surgen, sólo puedo pensar en una cama y en su silla vacía. Ella se entrega sin remilgos; confiada, hace y me deja hacer. Su imaginación es un pozo sin fondo. Sus manos, dos pájaros que me sobrevuelan y urden nidos de placer. Si alguien me hablara de una mujer con las cualidades amatorias de Liliana, yo pensaría que tal maravilla sólo puede existir en un libro de cuentos.
Pese a todo, algo me turba al amarla. La desnudo sentada, la alzo con ansiedad y la poso entre las sábanas. Ella incorpora su torso fresco y, extendiendo los brazos, reclama mi apetito una vez más. Beso sus senos de cimas moradas, muerdo sus labios musicales y me precipito en ella: la mitad de Liliana se estremece como el agua. Juntos atravesamos la noche hasta caer desvanecidos. Luego, recobrando el aliento, ella me sonríe; puedo adivinar su perfume por debajo de los hilos de sudor. Ella se vuelve para encender un cigarrillo y me muestra su blanquísimo costado, sus suaves cicatrices. Yo miro cómo fuma hasta que sus ojos van cerrándose. Y es entonces cuando, turbado, me quedo observando cómo Liliana duerme tan serena, con la mitad que más amo siempre intacta.
Andrés Neuman
3.568 – Demasiada literatura *
Cuarto día de vacaciones en Galicia y las cosas han empezado a tomar un extraño cariz. Algunos dirán que es una simple coincidencia, pero no deja de ser sorprendente que en los tres hoteles en los que hemos dormido (Ribadeo, Lugo y Muxía) nos hayan dado la habitación 201. Como queriendo quitarle importancia, Marta dice que parece una situación sacada de una novela de Paul Auster. O de Vila-Matas, apunto yo. Demasiado azar.
Decidimos pasar la cuarta noche en Santiago. Tras varias llamadas infructuosas, conseguimos una habitación en un hotel del centro. Dedicamos el día a recorrer la Costa da Morte y llegamos a nuestro destino a las diez de la noche. Sé que parecerá imposible, pero nos dan la 201. Si en las ocasiones anteriores la coincidencia nos hizo reír, ahora la casualidad resulta excesiva. E inquietante. Inventamos una tonta excusa y pedimos otra habitación. Pero —no podía ser de otra forma- esa es la única que les queda libre. Nos miramos en silencio. Ambos sabemos que no hay otra opción: es tarde, estamos muy cansados y en estas fechas no va a ser tan fácil encontrar otro hotel. Y dormir en el coche está descartado. Aceptamos la 201. Subimos en silencio. Meto la llave en la cerradura y abro la puerta con un escalofrío. Marta aprieta mi mano. Con un rápido movimiento enciendo la luz y miro a ambos lados, esperando que suceda lo inevitable. Pero no ocurre nada. Todo es absolutamente normal. Maldita realidad.
David Roas
*A Luisa Valenzuela, perseguida por los números
3.561 – Piedad
A veces piensa que tiene un nombre antiguo, que ya no se bautiza a nadie así, pero recuerda que en su infancia, en su colegio, había chicas o monjas con nombres que ahora suenan incluso más raros. Estaba Angustias, estaba Olvido, estaba Visitación, estaba Dolores, estaba Patro, de Patrocinio. Piensa que algunos nombres suenan más antiguos que el suyo, que están menos de moda, que han caído más en desuso. Pero no. Enciende la tele y en las noticias hablan de angustias, hablan de dolores, hablan de olvido, incluso de visitas y patrocinios. De piedad, muy poco. De todos aquellos nombres, el suyo es el que menos espacio ocupa en los informativos.
Miguel Mena
3.554 – El despistado (dos)
La ciudad, con esa lividez de los lugares sombríos y helados, refleja el color gris oscuro del cielo. El frío se remansa en este hotel donde predomina el mármol. Atardecía, salí a dar un paseo por esas calles desconocidas, y tuve los encuentros que tanto me han conmovido. Primero, el hombre de pelo y bigote blancos, con gabardina de corte arcaico, que ascendía por la rampa de un garaje. Era igual que el pobre Efrén, podía ser el mismo Efrén, estuve a punto de exclamar ¡Efrén!, si no hubiese acompañado su sepelio hace apenas un mes. Luego, junto a un parque, la figura de una vieja sentada, inmóvil, hizo que me estremeciese otra vez, pues en su actitud, en la manera de cruzar sus manos, ofrecía la estampa de mi tía Lola, y cuando estuve junto a ella su rostro me presentó la imagen exacta de la fallecida. Este segundo encuentro me desazonó mucho, pero todavía debía cruzarme con un hombre calvo, de grandes gafas, pajarita, andares lentos, que me devolvió la figura y el rostro del difunto Melquíades. Regresé a este hotel decorado con austeridad que parece inhumana. No he querido cenar y escribo estas notas en mi diario mientras la oscuridad iguala ya cielo y tierra y las luces de los edificios tienen un aire mortecino, a la medida de mi melancolía.
José Mariá Merino
Más por menos. Sial Ediciones.2011
3.547 – De condenados y penas. 1
La amistad entre el recluso y el gendarme creció como una yerba silvestre, sin que ninguno hiciera el menor esfuerzo por estimularla. Se hizo grande abriéndose paso entre la hosquedad y el maltrato y sobrevivió a los temporales de odio incontenible que muchas veces los empujaban al uno contra el otro. Los remansos de paz y las conversaciones entrecortadas estimularon una relación casi infantil, animada por bromas y el tallado de troncos que cortaban del bosque de la prisión, e inventaron algunos juegos de azar y llegaron a intercambiar recuerdos de viejas añoranzas y de amores muertos. Pero el recluso nunca dijo una sola palabra de las razones por las cuales él estaba ahí, en esa cárcel llena de mosquitos y cercada por ríos de peces carnívoros y alambres de púas. Tan sólo el gendarme llegó a contarle varias veces que por caer en desgracia frente a un jefe abusivo me mandaron a hacer servicio en este lugar. Y sentían que aquel afecto les traía un poco de alivio a esa vida de aislamiento y de miseria. Hasta que el recluso le dijo al gendarme: si no te lo he dicho antes, te lo digo ahora, y no me preguntes nada ni creas que estoy loco, pero si eres mi amigo te pido que me dispares los tiros que se te antojen, con tal de que te asegures de que me he quedado bien muerto. Y lo animó incluso a que simularan una fuga, para que así te sea más fácil. Pero el gendarme se negó sin alternativa alguna, y entonces el recluso le acusó de cobarde, de verdugo frustrado, de hijo de puta y le escupió la cara, y el gendarme le respondió con un culatazo de su fusil, y la amistad entre los dos hombres se partió como de un hachazo, y les brotó para siempre un rencor imborrable, borrascoso, denso como el calor sofocante de esa maldita estancia.
Jorge Díaz Herrera
Más por menos. Sial Ediciones.2011
3.540 – Hijos y joyas
Ada y yo estábamos profundamente enamorados. Yo un día le había dicho: «No joyas, sino hijos te daré». Ella se emocionó muchísimo. Al día siguiente me rogó le repitiera lo mismo. Y yo dije: «De ninguna manera joyas, cuestan mucho». Se enfadó. Nuestras relaciones terminaron cuando yo un día imaginé: «Tú, paralítica, en una silla de ruedas y yo siempre a tu lado». «No, no —decía ella—, no podría resistirlo. Te rogaría que me dejaras». La muy imbécil no supo darme una contestación satisfactoria a sus palabras, porque se echó a llorar. La dejé por egoísta.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/
3.533 – Cáncer
Quisiera violar a todas las mujeres del mundo. Una por una. Blancas, negras, amarillas, esquimales… Pero temo que mi vida se extinga antes. En cincuenta años de existencia, hasta la fecha, solamente he anotado un nombre en mi agenda: el de mi mujer. Se dice pronto: me muero. ¿Y las funestas consecuencias que acarrea? ¿Y las tristezas que promueve? ¡La muerte, qué responsabilidad! Mi mujer y yo, cuando nos encontramos en el lecho común, ni tan siquiera nos rozamos. Nuestros cuerpos permanecen separados, como nuestras mentes, nuestras ideas, nuestras ilusiones… Yo creía que la muerte venía de repente. Pero ahora sé que no, que no ocurre así, que anuncia su llegada, que se hace esperar, que nos acecha, que nos vigila, que nos susurra al oído ¡pronto!, complaciéndose en molestarnos, en asustarnos… «Pálpese el cuerpo. Toque. Toque. ¿Dónde está ese cáncer que tanto teme usted? ¿Dónde…?». Y la angustia me hace sollozar en la oscuridad del cuarto. «¿Te ocurre algo?», pregunta la mujer, semidormida. «Nada, nada». A gusto le diría: «Es el cáncer, ¿sabes?». Al día siguiente me levanto silbando una cancioncilla de moda y salgo a la calle. Le besaría al portero.
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/
3.526 – Los muñecos de don Sebastián
Don Sebastián dejó la adobería y se dedicó de lleno a los muñecos de papel amasado con agua de yeso. Porque yo siempre quise ser artista y así me parece que lo estoy logrando. Y tuvo éxito en las competencias y en las ferias de artesanía, y pronto resultaron llegando muchos forasteros al pueblo para comprarle algún muñeco suyo. Pero la mala suerte no se hizo esperar, y pienso que tal vez hubiese sido mejor quedarme representando personas de mi pensamiento en lugar de gente de carne y hueso: y primero fue la coja Manuela, quien se murió al poco tiempo de cólico miserere, y después la pobre doña Emilia, que se quebró varios huesos cayéndose en un pozo, y luego los hermanos Chanduví, el mayor y el último, a quienes los mató la bubónica. Y me culparon no sólo de ésas sino también de otras desgracias. Y casi todo el pueblo fue hasta su puerta para gritarle: si dices que son puras casualidades y tus muñecos no son de mal agüero, por qué no la representas a tu mujer y por qué no te representas a ti mismo. Y don Sebastián no se amedrentó y salió a responderles: ya están grandes para creer en zonceras, y mañana mismo les mostraré mi figura y la figura de mi mujer en cuerpo entero. Y ellos se fueron: y mañana volvemos. Y don Sebastián amasó una buena cantidad de papel con agua de yeso y la puso sobre la mesa de trabajo para moldearla e hizo dos montones y le dijo a su mujer: uno para que sea yo y el otro para que seas tú. Y cuando ya estaban hechos los cuerpos y les iba a moldear las caras, se quedó pensando largo rato y movió la cabeza de uno a otro lado varias veces y aplastó los dos cuerpos contra la mesa porque ¿y si la cojudez resulta ser cierta? Y le dijo a su mujer: mejor envolvamos nuestras cosas. Y, aprovechando la noche, se fueron del pueblo para no volver.