Cuando me dijeron que mi hijo no podría hablar nunca, que tenía un cromosoma atravesado y una nube oscurecía la zona del cerebro donde se amasa el pensamiento y se tejen las palabras, lo primero que recordé fue que había planeado aprender con él los nombres de los árboles. Lo ansiaba desde que nació: andar por el campo, juntos los dos, y distinguir las hayas y los abedules, los arces, los castaños, los quejigos, los robles y los enebros. Pensé en ello mientras por detrás de la cara del médico, un rostro inexpresivo entrenado para dar malas noticias, observaba los árboles de aquella clínica meciéndose suavemente, como acunando una pena. Le pregunté al doctor qué árboles eran aquellos y pareció tan extrañado por mi pregunta que se encogió de hombros y no supo contestarme. Le noté incómodo, como si quisiera dar la consulta por finalizada. Nos despedimos, cogí a mi hijo en brazos, salimos de la clínica y al cruzar el jardín, con el sol de espaldas, observé que nuestras sombras dibujaban una silueta en la que yo era un tronco seco y aquel niño de pelo rizado sobresalía como una gran flor que me brotaba.
Categoría: Miguel Mena
3.561 – Piedad
A veces piensa que tiene un nombre antiguo, que ya no se bautiza a nadie así, pero recuerda que en su infancia, en su colegio, había chicas o monjas con nombres que ahora suenan incluso más raros. Estaba Angustias, estaba Olvido, estaba Visitación, estaba Dolores, estaba Patro, de Patrocinio. Piensa que algunos nombres suenan más antiguos que el suyo, que están menos de moda, que han caído más en desuso. Pero no. Enciende la tele y en las noticias hablan de angustias, hablan de dolores, hablan de olvido, incluso de visitas y patrocinios. De piedad, muy poco. De todos aquellos nombres, el suyo es el que menos espacio ocupa en los informativos.