2.711 – El don

Ruben Abella  Su padre le dio un cachete por fantasioso y embustero, y desde entonces no ha vuelto a contarle a nadie lo que le pasa. Pero lo cierto es que le pasa: percibe en sueños lo que ocurrirá durante el día. Sin ir más lejos, ayer mismo soñó que su padre perdía un dedo arreglando las aspas de un ventilador.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

2.406 – Perdón

Ruben Abella  Epifanio quería irse en paz y con las cuentas bien hechas, así que, antes de que fuera demasiado tarde, decidió pedir perdón a todos aquellos a quienes, según los libros de su conciencia, había hecho daño durante su larga estancia en el mundo. Mano a mano con su memoria elaboró una’ lista, usando como criterio de prioridad el calibré, según su propia apreciación, del dolor infligido. Luego se acomodó en el sillón, abrió la agenda, cogió el teléfono y empezó a llamar.
Con Ramiro Pereda no pudo hablar porque ya estaba muerto. Su hijo, sin embargo, se despachó a gusto al caer en la cuenta de quién era.
-Su delación mandó a mi padre a la cárcel, me imagino que eso lo sabe. Lo que no creo que sepa es cómo lo torturaron, cómo lo humillaron, cómo lo rompieron por fuera y por dentro. Lo soltaron de milagro, gracias a la intervención de un amigo. Un amigo de verdad, no un traidor y un cobarde como usted. No vuelva a llamar, Epifanio. En lo que a esta familia respecta, usted no existe.
Con Pepa, su primera mujer, sí pudo hablar, aunque no con mejor suerte.
-Te perdono las broncas, los disgustos… Hasta las infidelidades te perdono, fíjate. Lo que no te puedo perdonar es que me dejases vivir engañada, haciéndome creer que a pesar de todo me querías. Eso no, Epifanio, eso no tiene perdón de Dios.
Consternado, Epifanio marcó otro número.
-¿Está borracho? -preguntó Octavio Márquez, atónito-. Porque hay que estar muy borracho para atropellar a alguien en la acera, como usted atropelló a mi hijo, pero mucho más para pedir perdón así, de repente, después de tantos años. Métase usted la culpa por donde le quepa, Epifanio -dijo, y colgó el teléfono.
Epifanio se quedó inmóvil, con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y la agenda abierta en las rodillas.
-Maldita conciencia -murmuró y, haciendo trizas la lista, se levantó y fue a tirarla a la papelera.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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2.401 – Ocasión

Ruben-Abella-copia  Al cruzarse en la calle Preciados se miraron a los ojos y supieron en el acto que estaban hechos el uno para el otro. Pero ambos tenían prisa -él iba a visitar a un cliente, ella tenía hora en la peluquería-, y tras un instante de vacilación cada cual siguió su rumbo.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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2.389 – La cita

Ruben Abella  El dormitorio era rojo y el aire espeso, vegetal, como de selva amazónica. Penélope dejó resbalar el quimono hasta el suelo y se tumbó de costado en la cama.
-¿No te desnudas? -preguntó en tono meloso, dando palmaditas en el colchón.
No era bellísima. Lo que sí tenía, le pareció a Damocles, era unos ojos de gata y una piel tostada que, unidos a su exuberante juventud, se bastaban y se sobraban para avivarle el deseo a cualquiera.
Damocles se quitó la chaqueta y, al ir a colgarla en la silla, se fijó en una fotografía enmarcada que había sobre la cómoda. Mostraba a Penélope riendo junto a otra mujer. Nada especial, salvo que la otra mujer era Noelia. Su hija Noelia. Cogió la fotografía y, alzando las cejas, se la enseñó a Penélope.
-Es mi amiga Sheyla. Trabaja en el club Tropical, en la carretera de La Coruña. ¿Te gusta?
-Mucho -dijo Damocles, apoyándose en la cómoda para no desplomarse, y pensó con desmayo que hay puertas en la vida que no se deben abrir jamás.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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2.366 – Hipoteca

Ruben Abella  Mientras le salía algo en lo suyo, Iván trabajaba en lo que fuese para poder pagar la hipoteca. Por la mañana reponía productos en las baldas de Continente. Por la tarde lavaba coches en un garaje de Parla. Los fines de semana vendía enciclopedias a domicilio y, cuando acababa, servía copas en el pub Malibú. Apenas veía a su familia. Con su novia mantenía una relación de hola y adiós, llena de prisas, cansancio y amores postergados. Aún así, a Iván todo aquello le merecía la pena. No tenía vida, de eso era consciente, pero al menos podía decir que era dueño del techo bajo el que dormía.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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2.326 – Electra

Ruben-Abella-copia  Hilaria levanta los ojos de la labor y observa risueña cómo Abigaíl, su nieta de seis años, se entretiene recortando una revista.
-Y dime, vida mía, ¿tú qué quieres ser de mayor? -le pregunta.
Abigail aplica pegamento al reverso de una modelo en bikini y aplasta el recorte contra un folio en blanco.
-Yo de mayor quiero ser mamá -responde, sin ningún asomo de duda.
Enternecida, Hilaria retoma la labor.
Al cabo de un rato, vuelve a levantar la vista. -¿Y cuántos hijos vas a tener, cielo?
Abigaíl termina de recortar un adonis con chaqué y lo fija junto a la modelo en bikini.
-A mí los hijos me traen sin cuidado -contesta en un tono didáctico, como si ella fuese la abuela, y la abuela una niña-. Yo lo que quiero es dormir con papá.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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2.312 – Iceberg

Ruben-Abella-copia  Hay dos parejas sentadas a la mesa, una frente a la otra. Mientras el camarero recita el menú, Teresa mira a Román con ojos conciliadores. Han discutido antes de la cena y quiere agitar la bandera blanca y confirmar que aún se quieren. Pero Román no le devuelve la mirada. Está demasiado ocupado tratando de discernir si lo que África está haciendo con la lengua -un barrido húmedo, de ida y vuelta, a lo largo de los labios- es un gesto inocente o una incitación a la infidelidad. África sonríe. Hace meses que su vida conyugal hace agua y, después de meditarlo mucho, ha llegado a la conclusión de que sólo los celos y el deseo de otro pueden hacer que Alberto reaccione. Alberto se queda estupefacto al ver a su amigo tontear con su esposa. Su impulso inicial es levantarse e irse, pero se contiene. Entonces, poseído por el demonio de la venganza, se quita un zapato y, tanteando bajo el mantel, frota el pie contra la pierna de Teresa. Teresa da un respingo y hace añicos un vaso. Todos se vuelven hacia ella, incluido el camarero. Teresa se disculpa, emite una tosecilla nerviosa y dice:
-Yo de primero tomaré una ensalada especial.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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2.297 – Habla con Norma

Ruben-Abella-copia  Solo en el cuarto de estar, Plácido escucha Habla con Norma, un consultorio radiofónico para atribulados insomnes. A través de las ondas, una mujer al borde del llanto se duele de la infeliz relación que mantiene con su esposo.
-Hace mucho que he dejado de quererlo -dice-. Estoy decidida. En cuanto cuelgue el teléfono, lo abandono.
Plácido piensa con satisfacción en lo bien que les va a él y a Dolores. No hablan mucho, las cosas como son, pero nunca discuten y hacen el amor casi a diario.
Bosteza. Mira el reloj. Apaga la radio. Se levanta del sillón y va hacia el dormitorio. Encuentra a Dolores sentada en el borde de la cama, llorando, con el teléfono aún en la mano.

Rubén Abella
Los ojos de los peces. Ed. Menoscuarto, 2010

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1.842 – No habría sido igual…

Ruben Abella  No habría sido igual sin la lluvia.
La tormenta se anunció como un redoble de truenos que hizo temblar los cristales del ómnibus. Luego el cielo ennegrecido se abrió de par en par y vomitó un aguacero apocalíptico. Los goterones cayeron con furia sobre el techo metálico, emulando el fragor de la tronera, tapando los agónicos esfuerzos del motor. En pocos instantes el mundo quedó oculto tras un velo empapado y gris.
Entrando en el pueblo el chaparrón perdió fuerza. A través de la ventanilla empañada Tina observó a la gente buscando refugio, a los niños jugando en los charcos, a un hombre en bicicleta con la cabeza cubierta con una bolsa de plástico. Ya en la estación vislumbró la borrosa figura de su amante bajo un paraguas rojo, y el cuerpo se le estremeció.
No, recuerda hoy Tina con añoranza, no habría sido igual sin la lluvia.

Rubén Abella
Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos. Ed. Cuadernos del vigía.2010