Hacía años que yo no veía a Fernando Rodríguez. El viento del exilio, que tanto separa, nos juntó. Lo encontré como siempre, destartalado y rezongón:
-Estás igualito –le dije.
Me dijo que todavía le quedaban algunos años, no muchos:
-No hay que pasar de los setenta, porque entonces te enviciás y ya no querés morirte.
Esa tarde nos dejamos caminar, sin rumbo, entre la mar y las vías del tren, allá en Calella de la Costa. Íbamos lentos, callando juntos, y cerquita de la estación nos sentamos a tomar un café. Entonces Fernando comentó algo sobre el aljibe donde los militares tenían preso a Raúl Sendic, el tupamaro, y juntos evocamos a Raúl y a su manera de ser. Fernando me preguntó:
-¿Leíste lo que publicaron los diarios, cuando cayó?
Los diarios habían informado que él había salido de su escondrijo pistola en mano, abriendo fuego y gritando: «¡Yo soy Rufo y no me entrego!».
-Sí-le dije-. Lo leí.
-Ah. ¿ Y lo creíste?
-No.
-Yo tampoco -dijo Fernando-. Ése, cae callado.