Mientras los gritos del leñador rasgaban el silencio del bosque, Caperucita escuchó la caricia de sus palabras como una canción de cuna: «No te preocupes, mi niña; que yo no dejaré que te coma». Caperucita se abrazó a su cuerpo caliente como si fuera un enorme peluche y con todas sus fuerzas deseó que todo tuviera un final feliz. De pronto la puerta de la cabaña reventó en mil pedazos y entró aullando como una bestia, con el camisón todo ensangrentado.
-¡Escóndete en el armario, Caperucita!
Desde su escondite Caperucita oyó los gruñidos, las dentelladas y los crujidos de los huesos cuando se rompen. ¡Pobre, Caperucita! Primero mamá, después el leñador, ahora el lobo… ¡Mierda de abuela!
Fernando Iwasaki
Ajuar funerario.Ed Páginas de espuma. 2009