Sonó el teléfono de mi despacho. Era Ana. Me causó gran extrañeza porque jamás me había requerido directamente para nada. Era su marido quien trataba siempre conmigo. Una amistad íntima, fraterna, surgida hacía muchos años, que su posterior matrimonio no truncó ni enfrió. Ana estaba nerviosa, excitada… y yo no supe detenerla a tiempo. Tenía necesidad de desahogarse con alguien. Eso supuse al oír las primeras frases. Luego, la confesión, de improviso, se tornó más íntima, más personal, más alusiva, más directa… ¿Estaba loca? Con cuatro hijos a su cuidado v me proponía una huída… «¡Compréndelo, Ana! No es posible…». Pero Ana no quiso comprender nada y colgó. Aquella misma tarde hablé con su marido, le conté todo v no pareció sorprenderse. «Escucha -me dijo-, ¿por qué no aceptas?». Mi asombro fue tan grande que no pude replicar ni decir nada… «Pero si…». Él insistió: «Escúchame con calma. No dramaticemos. Ella necesita una aventura, un escape… Está harta de mí, del hogar, de los hijos… Sus nervios están deshechos. Tú eres mi mejor amigo, tengo confianza en ti… Si no fuera así no me atrevería a decirte que, por supuesto, todos los gastos que ocasione vuestro viaje… -por cierto, ¿a dónde iríais?- los pagaría yo… ¿Qué me dices a esto?». «No sé -balbucí-. Tendré que consultarlo con mi mujer..».
Alonso Ibarrola